Autor: Rafael Miranda
FUNDACIÓN ANDREU NIN
Publicado en
Trasversales número 2, primavera 2006
En los últimos años
hemos visto con interés el ascenso de una cultura crítica respecto a la manera
en que tradicionalmente se enfrentan las relaciones entre los pueblos y en
particular aquella que se ha dado en llamar la relación Norte-Sur. El
surgimiento de esa actitud reflexiva respecto a cuestiones como la cooperación
para el desarrollo o la asistencia humanitaria, ha ido desvelando algunos
aspectos respecto de los cuales es indispensable y urgente extender el debate.
Lo que en el contexto de las relaciones internacionales se presenta bajo ese
paraguas, tiene una realidad en el campo de los procesos por los cuales las
sociedades contemporáneas definen sus rumbos, explicita o implícitamente y nos
pone ante la responsabilidad, no pocas veces incomoda, de establecer posiciones
propias.
En el comentario
siguiente me propongo presentar algunos de los elementos que ese debate sugiere.
Parto del principio básico, nada universal por cierto, que consiste en asumir
que el objetivo último de toda intervención, entendida esta como dispositivo
que regula dos o más realidades sociopolíticas diferenciadas, consiste en que
esa deje de ser necesaria. Me explico, mientras que durante años prevaleció una
cultura que entendía el combate contra la pobreza como un contrato tácito de
(inter-)dependencia de por vida, cada vez mas, en los medios de cooperación al
desarrollo y de intervención humanitaria, se desarrolla la idea de que las
poblaciones necesitadas tienen que dejar de serlo, que es éste el sentido
ultimo de la intervención y que eso implica, desde un principio, una relación
distinta basada en el valor de la autonomía.
Algunos
antecedentes
En ciertos medios
militantes se daba desde hace varias décadas este tipo de actitud crítica (1).
El desacuerdo respecto a la sustitución masiva de la política, de la gran
política diríamos, por lo humanitario, así como el escepticismo respecto a los
éxitos del desarrollo (2), más allá de la simple proliferación de organismos y
puestos para un ejército de funcionarios, había ya dejado una modesta huella.
La crítica al fenómeno burocrático, desde posiciones de izquierda radical,
antes y después de la caída del muro de Berlín, no obstante su gran merito,
había apenas descubierto la punta del iceberg.
La reciente
discusión, particularmente en Francia, respecto a la responsabilidad en la
experiencia colonial y la manera de presentarla en la escuela, es uno mas de
los puntos que vienen a sumarse a ese debate soterrado. Inspirado
mediaticamente por el limitado éxito de los modelos de integración, en los
países desarrollados, de poblaciones provenientes de la inmigración, ese debate
hoy alcanza, de modo particularmente agudo, los medios de izquierda. Dicho
debate viene delimitado, en gran medida, en torno a lo que esta siendo definido
como el fenómeno del comunitarismo. Como antecedente, algunas reflexiones de
largo aliento se habían hecho en torno a la cuestión de la culpa en la cultura
de los pueblos que de una o de otra manera participaron en la experiencia
colonial. Tengo presente en esta dirección, el trabajo de Pascal Brukner
[Pascal Brukner (1983) Le Sanglot de l’homme blanc, Tiers-Monde, culpabilité
haine de soi. Editions du Seuil, Paris].
Por otro lado
dentro de esa misma ola de tomas de posición, en donde efectivamente participan
de manera todavía marginal algunos sectores importantes del movimiento
altermundialista, es alentador ver que el trágico error histórico que achaca a
la cultura occidental la exclusividad de los horrores en contra de otros
pueblos, o de sectores pertenecientes a su propio universo, como en el caso del
antisemitismo en Europa y del holocausto, se ha ido disipando, en la medida en
que ha ido emergiendo una visión mas compleja de las sociedades
históricas. Es en este sentido,
sumamente curioso ver de nuevo a los voceros progresistas de las comunidades
religiosas, hablo en particular de aquellos que se reclaman del culto de una de
las religiones monoteístas o del hinduismo, pronunciarse aguerridamente, en
tanto que defensores de los derechos humanos, cuando durante siglos, las
instituciones a las que pertenecen, no solo se pronunciaron en contra de esos
derechos sino que los combatieron sistemáticamente (3). Este hecho a penas nos
recuerda la defensa de Fray Bartolomé de las Casas quien, en nombre de la
justicia para con los indios, se pronunciaba
a favor de que esos fueran substituidos, en las labores más ingratas
ligadas a su condición, por esclavos traídos del continente africano.
Pero vayamos más al
fondo del debate. Como señala Richard Greeman en el numero 1 de Trasversales
(2006), el tema del comunitarismo corre el riesgo de desgarrar los movimientos
sociales contemporáneos, si no es que ya lo esta haciendo. En efecto el
irrenunciable combate en contra del privilegio absoluto de la economía en la
sociedad contemporánea, combate que debe apuntar igualmente hacia el delirio
del desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas, como motor del progreso y
a sus efectos devastadores para las sociedades humanas, las ciudades y el medio
ambiente, ha llevado a amplios sectores a identificar, de modo simplista en
extremo, todo aquello que se opone a “Occidente”, como positivo. Hago
referencia a los pronunciamientos en los que algunos sectores de izquierda
expresan sus simpatías por el islamismo radical, particularmente en lo que a la
inaceptable condición de la mujer en esa tradición, se refiere. Ver al respecto
los trabajos de Caroline Fourest: La tentation obscurantiste. Editorial Grasset. 2005, Paris;
Frere Tariq. Discours, strategie et methode de Tariq Ramadan. Editorial Grasset. 2005, Paris. También Ayaan Iris Ali: «Je suis une
dissidente de l’islam». Le monde. 16 de febrero de 2006, p. 17, por solo citar
dos posturas alejadas entre ellas pero coincidentes sobre este punto.
La apertura como
sentido y su vigencia histórica
Hay en Castoriadis
una reflexión sistemática respecto al nacimiento del proyecto de autonomía, de
modo simultáneo a la aparición de la interrogación radical y de la política, en
el sentido de lugar de transformación de las instituciones, sus textos al
respecto son numerosos [Uno de los mas pertinentes seria: “La polis grecque et
la création de la démocratie”. En Domaines de l’homme: Les carrefours du labyrinthe II. Paris. Editions
du Seuil. 1986]. En su forma mas elemental habría un punto
que quiero destacar y que consiste en que, en mi lectura, para Castoriadis la
diferencia entre la sociedad de repetición y la sociedad autónoma, en proyecto,
consiste precisamente en que la comunidad, fundada principalmente en la
identidad de sus miembros, en la medida en que oculta toda alteridad al
inspirarse de la ontología unitaria, no tiene realidad empírica. Esa comunidad,
virtual si se quiere, por tanto, es radicalmente distinta a la polis, como la
entiende Castoriadis, es decir en tanto que espacio público, en donde la
auto-institución explicita es un proceso permanente [op. cit. p. 357] y donde
aquello que nos es común es siempre, explicita o implícitamente, atravesado por
la alteridad de la sociedad instituyente, es decir por el imaginario social en
sentido radical.
En este contexto el
individuo, dejémoslo claro, es social o no es nada y por ende, el conflicto (4)
relevante para lo que aquí interesa, es aquel entre la institución social
(-histórica) y la psique, en tanto que imaginario radical. El individuo como
tal es ya una forma social, una significación imaginaria social. Es necesario aquí dejar sentado, sin
analizarlo en sus complejas y vastas consecuencias, el hecho de que las
sociedades históricas que han creado, producido, la forma individuo social, son
escasas. Aquella referencia al germen que representa el caso paradigmático de
Atenas, cuando ese responde a aquello que la institución debe realizar
diciendo: la creación de seres humanos viviendo con la belleza, viviendo con la
sabiduría y amando el bien común [op. cit. p. 382], aparece como remota en un
mundo en el que las identidades comunitarias, antaño “naturales” e incuestionables
en las sociedades religiosas o de repetición, se promueven como el máximo
valor, por los ideólogos del comunitarismo. Vale la pena en este sentido
preguntarse: ¿que es finalmente una comunidad?
Castoriadis señala
que toda sociedad para erigirse tiene necesidad de imprimir a su institución un
carácter más o menos al margen de la alteridad, la alteridad del otro real y
del otro imaginario, la alteridad que
contiene el devenir. La institución en este caso, ayudada por la exterioridad
de la meta-norma y por la identificación del origen del mundo con su propio
origen, aparece como al margen de dicho devenir y por tanto se traduce en
procesos identificatorios casi totales, en base a los cuales se socializa a los
sujetos que a ella pertenecen. Como sabemos esa institución y sus normas serán
en realidad, cada vez, reinterpretadas de modo implícito. La posibilidad de que
esa reinterpretación se lleve a cabo de modo explicito y que sea un dominio no
solo de los líderes, los expertos en política en versión moderna, sino sobre
todo, de los sujetos autónomos, ciudadanos democráticos reunidos en un
colectivo anónimo, tiene una historicidad y una relevancia, que las
manifestaciones reactivas a la globalización deben tomar en cuenta. El llamado
sentido como apertura, en el nacimiento de la filosofía como interrogación
radical y de la democracia como régimen y no solo como procedimiento, cobra
aquí su máxima pertinencia.
El comunitarismo:
nuevo dispositivo de la heteronomia
La disyuntiva entre
el encerramiento en la propia identidad comunitaria y el proceso de ascenso de
la insignificancia y de la privatización del individuo, ligados a la
globalización, es una disyuntiva desesperada, cuando no miope. La comunidad,
evocada ad nauseam es, en todos los casos, una realidad en proceso que, solo en
la boca de los ideólogos del comunitarismo, se presenta al margen del devenir,
como promesa implícita de inmortalidad. Pero hay más, por desgracia. Esa visión
del comunitarismo, cuya crítica emprendo y que no supone ignorar la alteridad
entre instituciones que pertenecen a universos culturales distintos, sino todo
lo contrario, ha funcionado en las últimas décadas y no solo en boca de los
sectores de iglesia, como un dispositivo perverso de sumisión. Me explico.
Hablábamos más
arriba del engaño y del autoengaño, diríamos, de un discurso “justiciero”, por
parte de Las Casas. En efecto es
relativamente nueva la reivindicación de los derechos humanos (5) de las
poblaciones necesitadas, por parte de los representantes de las grandes
religiones a lo largo y ancho del planeta. Esta reivindicación se verifica
directamente, o a través de las organizaciones “de la sociedad civil”,
pertenecientes a cada comunidad. El “compromiso” de estos sectores con la
cooperación al desarrollo, ha arrojado un panorama en el que, no solo el
desarrollo sostenible y la sociedad de los derechos humanos siguen siendo una
promesa, sino que las poblaciones meta
de dichas acciones emergen cada vez mas, en su condición de poblaciones
cautivas. Nos encontramos en este campo frente a una especie de síndrome de
Estocolmo, que ha ido cobrando realidad en la relación cotidiana de grandes
capas de población en los países del Sur, frente a los equipos de intervención
y/o los lideres comunitarios, respecto a su percepción de las sociedades dichas
del Norte y viceversa, de los equipos provenientes de los países del Norte y de
los lideres comunitarios respecto a las poblaciones del Sur.
Formulas muy
socorridas como aquella del fortalecimiento local o el poder local, como vía
para el desarrollo, en boca de sectores acostumbrados a perseguir cualquier
asomo de autonomía, se han convertido en verdaderos caballitos de batalla de
los ideólogos del comunitarismo. Esa trágica formula de los jesuitas (6) que,
cuando hablaban de sus protegidos, se referían a “mis pobres”, ha sido hoy
sustituida por aquella mas políticamente correcta de “mis comunidades”. Y es
que el desarrollo de los procesos identificatorios, que subyacen a esa relación
-que por supuesto tienen lugar tanto a nivel de lo consciente como en el
inconsciente-, perpetúa en el tiempo, gracias al ocultamiento de la
auto-constitución, esa ilusión de sustraerse a la fuerza del instituyente,
gracias a una serie de complejos procesos transferenciales y
contratransferenciales, jamás explicitados.
Efectivamente esa
alineación no solo es voluntaria, ni tampoco unilateral, las poblaciones
cautivas, en tanto tales, necesitan de los ideólogos del comunitarismo y estos
necesitan, como fuente de sentido, cuando no como elemento para el mercadeo de
la compasión y de los fondos, a las poblaciones cautivas. Esa relación se va a
tejer, en gran medida, gracias a la identificación en exclusiva de dichas
poblaciones con poblaciones victimadas y a la interiorización por parte de esas
de la auto-representación correspondiente.
La victimización, y su interiorización, de y por parte de los
marginados, de los indígenas, de los refugiados, de los desplazados internos,
de las mujeres sobrevivientes de la violencia de género, de los sobrevivientes del
tráfico de personas o de las minorías sexuales, por dar solo algunos ejemplos,
tiene ese carácter perverso, que hace que en el imaginario de esos grupos, y en
el de quienes formamos parte y/o trabajamos con ellos, se instale con alarmante
frecuencia, el supuesto según el cual, para contar, hay que ser víctima. A este
orden de cosas pertenece igualmente la desafortunada noción de migración
forzada
Esta subasta del
victimismo, como la llama Pascal Brukner en su libro La tentation de
l’innocence [Editorial Grasset. Paris, 1995], es el resultado inevitable de la
ideología comunitarista. Las “comunidades” son víctimas por definición, visto
que lo que les da ese carácter, es su condición de subgrupo homogeneo y
suspendido en el tiempo, gracias al dispositivo identitario. En esos términos,
la apelación de comunidad, no puede ser más que un sinónimo de segregación. El
catastrófico desenlace de esta lógica, de continuarse, nos llevaría a vernos
obligados por la corrección política, a defender derechos a la cultura propia,
en el caso de esos hijos del exilio en EUA conocidos como las maras
centroamericanas. Aquí de nuevo la “ética”, tan socorrida en los medios
humanitarios, vendría a colmar esa ausencia de proyecto político, que
caracteriza en lo genérico la época actual. El ejemplo que señala Brukner
respecto a esa subasta del victimismo, como instrumento del comunitarismo
identitario, es de lo más elocuente. En la sociedad estadounidense, la
intersección de los atributos, haría que estén emergiendo categorías sociales,
poblaciones objeto del trabajo comunitario, como el desempleado, a la vez
inmigrante, a la vez homosexual, a la vez cabeza de familia monoparental a la
vez miembro de una comunidad religiosa.
No es casual que
esa explosión extrema del comunitarismo y la victimización proactiva que le
corresponde, por no entrar en el espinoso tema de sus lobbys comunitarios y del
efecto desestructurante del cuerpo político, se presente en la sociedad
estadounidense en la que conviven, en el plano del estado de Ley al menos,
valores como la libertad de expresión, con practicas propias de una teocracia.
Me refiero a la impartición de la teoría creacionista en algunas escuelas, el
fenómeno de los new-born Christians y la proliferación de los lugares de culto
que compiten con los estadios de foot-ball. Tampoco es, por desgracia, una
realidad exclusiva de esa sociedad. En muchas regiones del continente al lado
de procesos que se perfilan claramente en la dirección de un fortalecimiento de
la democracia representativa, en donde felizmente se ha logrado que participen
las mujeres y los lideres indígenas como Evo Morales hoy y Benito Juárez en el
pasado, se desarrolla una especie de guerra fría local, muy sui generis, entre
la política de gendarme planetario de
los EE.UU. y el neo-castrismo expansivo. Realidad a la que se han venido a
sumar, en los últimos años, los efectos del fenómeno comunitarista, en ascenso.
El rostro apacible
del Gran Hermano
Los efectos de una
lógica simplista, lógica que profesa que la tradición - cualquiera que sea -,
es buena siempre y cuando sea la nuestra, ha erigido el relativismo
instrumental en discurso oficial de la izquierda tradicional y en bagaje
teórico del populismo católico, en el caso de vastas regiones de América
Latina, en donde como es sabido la iglesia católica se impuso y perdura desde
hace mas de 500 años. Populismo hoy ayudado por la utilización de Marx (7) y de
los derechos humanos y que ha hecho que la aberración del silogismo del sujeto,
“…yo estoy (soy) bien, tú no eres yo, por tanto tu no estás (eres) (el) bien,
tus dioses no son verdaderos…”, se verifique cotidianamente en la tradicional
cultura política de izquierda del continente.
Este ambiente
enrarecido tiene en parte su origen y se ha visto favorecido de modo fundamental
por el trabajo capilar de las iglesias. Irónicamente los métodos, victimización
y apología de la identidad comunitaria,
- por ejemplo en el caso de un fundamentalismo maya que exalta,
inexplicablemente, rasgos “identitarios” que provienen de la época colonial,
como el uso de los trajes coloridos -,
son exactamente los mismos, en el caso del frenesí gregario que
prevalece en la sociedad estadounidense, que aquellos utilizados por los
ideólogos del comunitarismo en la región. No es difícil ver en este proceso los
viejos rasgos de esa relación, anunciada por Freud en 1920 [“Mas allá del
principio del placer”. Obras completas. Amorrortu Editores. 1976 Argentina], en
la que la compulsión de repetición, “repetir para no recordar”, se verifica
gracias a la eterna transferencia negativa que, desde el inicio de los tiempos,
sublima el horror ante lo perecedero y promete la homogeneidad de un espacio
sustraído de la alteridad.
Al final del túnel
Regreso al
principio de este comentario, el fenómeno del comunitarismo en las filas de
sectores contestatarios, es muestra de que las grandes certezas de la cultura
de izquierda tradicional, han venido desmoronándose, una tras otra. Esta
situación nos enfrenta a la urgencia de inventar, de crear nuevas y radicales
propuestas, no solo para resistir al aumento de la insignificancia y del
pensamiento único, sino sobre todo para avanzar en el sentido del proyecto de
autonomía. Hay un momento decisivo en este trayecto, que es el momento de
enfrentar lo perecedero, de enfrentar, más allá de todo voluntarismo naif, el
trabajo de la muerte en las instituciones, como diría Eugene Enriquez [Le
travail de la mort dans les institutions]. Ese momento de lo sin fondo, el
mismo que se ha sabido sobrellevar de modo creativo, en el sentido de la
pulsión de vida, en la tradición mas radical del movimiento hacia la autonomía,
se ve hoy fuertemente amenazado por el espejismo del comunitarismo.
A diferencia de la
sociedad heterónoma, en la sociedad autónoma en proyecto -proyecto cuya
historicidad, no solo en tanto que significación imaginaria social, opuesta a
aquella del dominio racional y el determinismo en la tradición filosófica
heredada, ha sido delineado por Castoriadis, entre otros-, el individuo viene
socializado en base al sentido como apertura. Lo anterior significa que este,
en tanto que producto netamente social, repito, y habitado por el imaginario
radical, por la alteridad propia, no solo tiene la posibilidad de interrogarse
radicalmente sobre las propias instituciones y en esa medida de hacerlo
respecto a las instituciones de los otros, sino que es esa interrogación la que
constituye, para él, el sentido.
En este contexto
quisiera terminar reiterando la resistencia a suscribir cualquier tipo de
deriva comunitarista, basada en la promoción sistemática de la clausura como
sentido. Más que nunca el derecho a la(s) pertenencia(s) puede y debe ser
limitado, autolimitado, por la
interrogación: “¿es esta norma la que me conviene?”, “¿es esta norma justa?”.
La pertinencia de esta interrogación en el campo de la relación entre los
pueblos y de estos con respecto a sus instituciones y a las instituciones de
los otros, es hoy por hoy, de primer orden. Lo es igualmente su introducción,
en tanto que dispositivo de análisis, en los campos de la solidaridad y la
cooperación con los llamados países del Sur. Operar sobre ese dispositivo es un
gesto de coherencia, cuya excepcionalidad histórica remite, desde sus orígenes,
al proyecto de autonomía y a su promesa de asumir plenamente la curiosidad por los
otros, como otros.
Notas
(1) Me refiero aquí
a sectores distintos a aquellos que en la búsqueda de “nuevos sujetos
revolucionarios” sustituyeron “el proletariado aburguesado” por los campesinos
del tercer mundo, como en el caso del fanonismo, el guevarismo etc. Ver a este
respecto Cornelius Castoriadis: «Tiers Monde, tiers-mondisme, démocratie»
(Intervención ante el coloquio «Le
tiers monde en question» organizado por Liberté sans Frontières, el 24 de enero
de 1985). En Domaines de l’homme: Les carrefours du labyrinthe II. Paris.
Ediciones Seuil. 1986 (pp. 130, por ejemplo).
(2) La BBC refiere en fechas
recientes que “(…) en otro estudio reciente, el Programa de Naciones Unidas
para el Desarrollo, PNUD, indica que, de mantenerse los índices macroeconómicos
que presentó América Latina en los noventa, sólo siete de 18 países podrían
alcanzar las llamadas Metas del Milenio"
(3) Es cierto que
dentro de cada culto hay distintas versiones que conviven mas o menos
pacíficamente, también lo es que algunas
religiones han convivido durante mas largo tiempo con la interrogación radical
que otras. En este contexto el ecumenismo, por ejemplo, es claramente una
postura singular, no obstante, para bien o para mal, desde la postura que aquí prevalece, ese viene considerado,
en la medida en que se verifica, como una posición en los limites de la
creencia religiosa y mas bien de salida de esta.
(4) De esta
temática me he ocupado en otra parte, ver: Les frontières de la haine. A propos
de l’altérité selon Cornelius Castoriadis. L’autre. Cliniques, cultures et
sociétés, 2004. Ediciones L’autre. Grenoble, Francia.Ver versión electrónica en
castellano .
(5) Curioso ese
movimiento al interior de la iglesia católica, la llamada “teología feminista”,
que propone sustituir a Dios padre por una Diosa madre.
(6) No puedo dejar
de pensar aquí en las palabras de Trotsky: "Permaneciendo en el terreno de
las comparaciones puramente formales o psicológicas, podemos decir que los
bolcheviques son a los demócratas y a los social demócratas de diversos matices
lo que los jesuitas eran a la apacible jerarquía eclesiástica". Leon
Trotsky: Leur morale et la notre. (Trad. del ruso de Victor Serge) Ed. J.J.
Pauvert. Paris, 1966. (traducción propia
de la frase al castellano, RM)
(7) No puedo dejar
de citar aquí el comentario de Adolfo Sánchez Vázquez, notorio marxista
mexicano recientemente condecorado por la UNESCO con el premio José Marti del Gobierno
Cubano, en el que, refiriéndose a las “identidades originales” de los pueblos
indígenas, diferencia a estos de los “políticos e intelectuales” de la ciudad
de México, haciendo alusión, según una expresión prestada de su “amigo el poeta
Bolaños”, a “los blanquitos”. Ver: La gran discusión. En La Jornada. 19 de agosto de
2005, México DF
(8) En numerosas
regiones indígenas, terreno natural por décadas de la teología de la
liberación, el espacio radiofónico esta masivamente ocupado por emisoras de una
u otra fe, de los católicos tradicionalistas a los musulmanes de reciente
aparición, pasando por los ortodoxos y los cristianos en sus distintas
variantes.
Edición digital de la Fundación Andreu
Nin, agosto 2006