domingo, 29 de julio de 2012

Marxismo, liberalismo, comunitarismo.



Guía acerca de las teorías e ideologías que compiten actualmente en el mercado de las ideas. Análisis bajo la particular óptica de Dietrich Schwanitz. Una visión que no por ser eurocéntrica, y más aún alemana, deja de tener validez en los tiempos actuales.

 Marxismo

Las teorías con mayor implantación en el mercado fueron aquellas en las que los departamentos dedicados a la práctica  de la sospecha funcionaban mejor: desde hacía mucho tiempo, exactamente desde 1968, el marxismo dominaba el mercado teórico alemán, pues en materia de sospecha ideológica era insuperable. Su implantación era tal que el valor de sus acciones se mantuvo incluso cuando se hizo evidente que su realización llevaba a la catástrofe.

No obstante, hemos de reconocer que en materia de "sentido" el marxismo también ofrecía una amplia gama de posibilidades. Cada uno de sus clientes tenía acceso a un grandioso escenario en el que podía interpretar un papel heroico. Y como su oferta se dirigía fundamentalmente a intelectuales que satisfacían sus necesidades de sentido cumpliendo celosamente una misión, el marxismo creció poniendo bajo sospecha al adversario.
Pero tras la quiebra del socialismo real, el marxismo se hundió en una inmensa crisis. Era algo que no se había previsto, pues hasta ese momento la teoría marxista se había mostrado inmune a las refutaciones procedentes de la realidad. En cualquier caso, hoy es una teoría "out", de la que es difícil predecir si alguna vez se recuperará. Quizás no en su vieja forma; probablemente lo haga en forma de radicalizaciones, sectas y metamorfosis (transformaciones) teóricas. Por el momento, incluso los mejores estudiosos del mercado se abstienen de pronunciarse al respecto.

Liberalismo

Por lo general, el liberalismo es considerado como el beneficiario de la bancarrota del socialismo real. En Alemania, apenas cuenta con raíces propias, y sus padres intelectuales son todos ingleses: John Locke, Adam Smith y John Stuart Mill. En todos los países de habla inglesa estos pensadores son considerados prácticamente como héroes nacionales.

¿Cuál es el núcleo teórico del liberalismo? Su valor supremo es la libertad del individuo. Los maestros del pensamiento liberal fueron los inventores de los derechos del hombre, de la democracia constitucional, del control del poder mediante la división de poderes y de la idea de la propiedad como garantía de la independencia del individuo frente al Estado.

Por otra parte, en el ámbito económico el liberalismo extendió la idea de que el libre desarrollo del egoísmo económico redundaba en el bienestar de todos, pues la magia del mercado (la mano invisible) transformaba la aparente rapacidad individual en una contribución a la armonía económica al servicio de la productividad (esa teoría se dio a conocer en Inglaterra como oposición entre private vices and public benefits - vicios privados y provecho público) . Por eso no había que obstaculizar el libre juego de las fuerzas económicas con intervenciones estatales. Las leyes de la oferta y la demanda se encargarían de regular el conjunto de manera óptima.

Esta teoría fue desenmascarada por el marxismo como una ideología, es decir, como una forma de encubrir los intereses capitalistas. Efectivamente, por sí solo, sin la intervención del Estado, el liberalismo económico no ha conducido en ninguna parte a la protección de los pobres.

Pero el destino del liberalismo ha sido paradójico. En las democracias occidentales, el liberalismo ha tenido tanto éxito que se ha convertido en patrimonio de todos: los partidos liberales han sido víctimas de su propio éxito, y generalmente han sido los socialdemócratas quienes han recogido su herencia.

Por otra parte y a diferencia de loque ha ocurrido en las democracias occidentales, en Alemania el liberalismo nunca ha desempeñado un papel fundamental. Esto explica la demanda acumulada que sigue habiendo en el país. La idea de que la propiedad es la garantía de la independencia del individuo y la razón de su compromiso con el Estado en tanto que ciudadano, es una idea que nunca ha arraigado en Alemania. La máxima liberal: "Trata siempre a los demás como individuos y nunca como miembros de un grupo", es violada constantemente en el juego político y a nadie parece importarle, pues esta idea no ha calado en el subconsciente político. Y aunque el marxismo carezca ya de implantación, su departamento antiliberal sigue practicando perfectamente la sospecha: del liberalismo no se ve más que el liberalismo económico. La tradición del humanismo burgués, en el que se conjugaban movimiento cultural y compromiso político, es aquí desconocida. Por eso se sospecha inmediatamente de ella.

Comunitarismo

Pero, en realidad, el sueño liberal del hombre culto es tan sólo eso: un sueño. El liberalismo entendía la cultura como la capacidad del individuo para reproducir en sí mismo la sociedad a través de la complejidad de su personalidad y para desarrollar así, desde sí mismo, el vínculo moral que cohesiona a la sociedad.

Un deseo que ha demostrado ser irrealizable. Si se abandona la sociedad a su propia lógica, se corre el riesgo de que muchos sectores queden desatendidos (piénsese en la criminalidad, los barrios marginales, la formación de guetos, el aislamiento, etcétera). Por eso en américa se ha pensado en la función socializadora de las pequeñas comunidades (community, de ahí "comunitarismo"), elogiándose sus efectos educativos. Por comunidades se entiende vecindarios, pueblos y comunidades religiosas. Hillary Clinton ha escrito un libro comunitarista titulado It Takes a Village, cuyo título debería completarse así: to educate a child. Esta retórica concede primacía a la pequeña comunidad sobre el individuo.

En Estados Unidos, dada su fuerte tradición liberal, esto no resulta sospechoso. Pero en Alemania, con su tísico liberalismo, esta apelación a la comunidad enlaza con tradiciones desacreditadas: tanto los socialistas como los conservadores contrapusieron siempre la comunidad a la sociedad (de los individuos), haciendo sospechoso cualquier distanciamiento de la comunidad - lo que fortaleció el conformismo y penalizó toda desviación -. Finalmente, los nazis elevaron la comunidad al rango de "comunidad del pueblo" (Volksgemeinschaft) y persiguieron cualquier distanciamiento de ella tachándolo de traición.

De este modo, aunque en Alemania las tradiciones comunitaristas son más fuertes que en Estados Unidos, estas tradiciones - por el hecho de ser de derechas - siguen exportándose a aquél país, en el que se almacenan, se reetiquetan y vuelven a exportarse a Alemania, donde circulan libremente como mercancías intelectuales.

Por otra parte, existe una enorme demanda de teorías comunitaristas. Tras la bancarrota del socialismo, estas teorías han venido a ocupar los huecos que éste ha dejado. Su consolidación en el mercado depende de la capacidad del consorcio marxista para hacer renacer de sus ruinas nuevas firmas teóricas que sigan una política comercial agresiva. En sí mismo, el comunitarismo es una teoría débil, y con ésto no queremos decir que sea buena o mala, sino que su política comercial no es muy agresiva.

Imagen: Rafa Bertone.

Comunitarismo: un pensamiento político posmoderno



Por Rafael Serrano
Fecha: 22 Marzo 1995

Más allá del Estado y del mercado
Después de un prolongado dominio socialdemócrata en el pensamiento político, en la década pasada parecía que el neoliberalismo iba a ganar por goleada. Sin embargo, pasó pronto el entusiasmo, sin que se instaurara el "Estado mínimo" ni el capitalismo popular. Pero el derrumbamiento del comunismo en Europa afectó a la izquierda tradicional, que tampoco ha vuelto a su anterior gloria. Y queda un paisaje de patologías sociales que ni el mercado evita ni el Estado logra curar. Aparece entonces el comunitarismo, una filosofía política que vuelve sus ojos a los valores morales y a las instituciones básicas de cohesión social.


Nacido en Norteamérica a principios del decenio pasado, el comunitarismo es un movimiento intelectual por ahora pequeño, y un tanto difuso. No es un bloque compacto, sino un grupo informal de pensadores de ideas parecidas. En Estados Unidos hay una revista trimestral representativa de esta corriente: The Responsive Community: Rights and Responsibilities.

El rasgo común más característico de los comunitaristas es la crítica al liberalismo, que en no pocos casos alcanza a la tradición ilustrada en general y, por tanto, también al socialismo, otro hijo del Siglo de las Luces. Por eso se los puede considerar posmodernos, pero no al estilo del "pensamiento débil", Vattimo y demás.

Más bien, el comunitarismo pretende recuperar, de un modo original, una tradición anterior. Subraya que no somos individuos independientes que acuerdan convivir estableciendo pactos políticos y económicos basados en el interés. Antes de todo eso, estamos unidos por lazos de solidaridad, hechos de sangre, historia, cultura, valores. La modernidad, al marginar este aspecto, ha favorecido el atomismo social. Esto es lo que hay que corregir: se trata de que volvamos a ser una comunidad.

Los comunitaristas, en general, se inspiran en la filosofía política clásica. Unos miran especialmente a Aristóteles; otros se fijan más en los fundadores de la democracia americana (1).

Límites del individualismo

Así piensan, grosso modo. ¿Quiénes son? Si se acepta una clasificación meramente orientativa, pueden distinguirse dos grupos principales. Unos son más radicales en sus críticas al liberalismo, como Robert Bellah, Alasdair MacIntyre o Michael Sandel (autor de Liberalism and the Limits of Justice y Liberalism and Its Critics). Otros tratan de conciliar el rechazo al individualismo con los principios de la modernidad. Entre éstos se puede mencionar a Amitai Etzioni, Charles Taylor o Michael Walzer. (Ver, al final del servicio, más información sobre estos autores).

El primer blanco de las críticas comunitaristas es el individualismo, por lo menos en su versión extrema. Bellah, por ejemplo, distingue un individualismo sensato -que sostiene la dignidad inviolable de todo ser humano por sí mismo- del "individualismo ontológico", que consiste en afirmar que el individuo es la realidad primordial y la sociedad es de orden sólo secundario, como expresa la teoría del contrato social.

En virtud de esto, piensan los comunitaristas, el liberalismo ha privilegiado los vínculos contractuales, marginando los no elegidos sino recibidos. En consecuencia, se tiende a considerar las relaciones humanas en la sociedad como transacciones, en que cada uno cede algo a cambio de una ganancia. Se subrayan los derechos individuales de tal manera, que quedan oscurecidos los deberes nativos hacia los demás y la participación en un proyecto común.

Dos síntomas son la proliferación de reivindicaciones y los continuos litigios, tan abundantes en el paisaje social norteamericano. Otros son la desintegración de la familia y el debilitamiento de las sociedades intermedias. De manera más general, la situación puede describirse como el predominio de la "razón instrumental", que lleva a resolver por el cálculo de costes y beneficios muchas cuestiones que deberían juzgarse según otros criterios.

El peligro del despotismo blando

No creen estos pensadores que los vínculos comunitarios hayan desaparecido, sino que se han debilitado y han sido marginados de la vida pública. La política se desentiende de los valores, en una buscada neutralidad. El gobierno tiende a convertirse en mero gestor del bienestar privado de individuos individualistas. Y entre la burocracia anónima del Estado-Providencia y el individuo aislado queda un vacío. La reclusión en la vida privada abre la puerta a un peligro, señala Taylor: el "despotismo blando", como lo llamaba Tocqueville. "Cuando disminuye la participación -advierte Taylor- (...) el ciudadano individual se queda solo frente al vasto Estado burocrático y se siente, con razón, impotente. Con ello, el ciudadano se desmotiva aún más, y se cierra el círculo vicioso del despotismo blando".

Muchos comunitaristas señalan otro efecto contraproducente de la modernidad tal como ha llegado a ser: la desorientación. Diagnostica Walzer: "En una sociedad liberal tenemos derecho a elegir, pero no tenemos ningún criterio con que gobernar nuestras elecciones, salvo el conocimiento de nuestros propios intereses y deseos". La modernidad, dice Taylor, nos impulsa a pensar por nosotros mismos (sapere aude!), sin atender a lo recibido, pero no nos da un horizonte de sentido contra el que nuestras convicciones y actitudes puedan resultar plenamente inteligibles.

En un plano filosófico más fundamental, MacIntyre añade que es ilusoria la pretensión de construir una ética prescindiendo por completo de la tradición. En realidad (y esto es una tesis compartida por todos los comunitaristas), adquirimos la moral -que es un saber práctico- y nuestras convicciones básicas desde una tradición dada. Sólo a partir de ahí puede uno empezar a pensar por sí mismo, para corregir y superar la tradición.

Consecuencia práctica: es erróneo construir la sociedad civil sólo sobre unas reglas formales de convivencia, esperando que cada individuo se invente sus propios valores. "Un débil consenso político, limitado en gran parte a cuestiones de procedimiento -opina Bellah-, no puede sostener un sistema político coherente y eficaz". Además, el subjetivismo no es independencia de criterio. En palabras de Bellah: "Cuando un individuo ya no confía en la tradición o en la autoridad, inevitablemente se dirige a los demás en busca de confirmación de sus propios juicios. El rechazo a aceptar una opinión establecida y el ansia de conformarse a las ideas de los semejantes resultan ser dos caras de la misma moneda". Esta es una posible explicación de la fiebre de las encuestas.

¿Posmodernos o reaccionarios?

Los críticos del comunitarismo se preguntan si volver a un consenso público que vaya más allá de cuestiones formales no llevará a imposiciones abusivas sobre las minorías. Dar prioridad a los vínculos comunitarios ¿no significa amenazar las libertades individuales?

Los comunitaristas responden que pretenden preservar los logros de la modernidad, como la defensa del individuo, pero sin que lleven a la muerte de la solidaridad. Frente a la concepción liberal, los comunitaristas subrayan que "el individuo y la sociedad no se encuentran en situación de suma cero" (lo que uno gana es lo que otro pierde), como dice Bellah. Y añade: "Un grupo fuerte que respete las diferencias individuales reforzará la autonomía al igual que la solidaridad", porque "es en el aislamiento y no en los grupos donde las personas son más susceptibles de ser homogeneizadas".

En segundo lugar, los comunitaristas alegan que la democracia no nació del vacío moral. Al contrario, surgió merced a unos presupuestos y valores determinados: la igual dignidad de todos los hombres, el derecho natural como límite del poder, la libertad innata de la persona... Esto es especialmente claro en el caso de Estados Unidos, como subraya, sobre todo, Bellah, quien gusta citar a los fundadores del país. En cambio, tales convicciones no han aparecido en todas las culturas o épocas: en un sistema rígido de castas, o donde se cree que los actos humanos están predeterminados por el destino, por ejemplo, la democracia no brota tan fácilmente.

Para que las personas cambien

Por otra parte, para el comunitarismo, basar la vida pública en los valores no significa hacer del Estado el guardián de la moral. Lo que ocurre, dice Amitai Etzioni, es que "se confunde el derecho a no sufrir la intromisión del Estado con el derecho, que no existe, de estar libre de escrutinio moral por parte de los que nos rodean y de la comunidad". Así, no se trata, por ejemplo, de penar a las madres solteras ni a sus compañeros que las abandonan, sino de decir bien alto que eso está mal.

En fin, para revitalizar la sociedad, precisa Etzioni, los comunitaristas no proponen instaurar incentivos y castigos legales: lo que subrayan es "la necesidad de que las personas cambien". El comunitarismo, sigue explicando Etzioni, quiere difundir, ante todo, "un lenguaje moral: esto hará que cambien los hábitos personales, lo que a su vez hará que cambie la política".

Y esto, ¿cómo se aplica? Si se pide a Etzioni un ejemplo de política comunitarista, menciona lo que han hecho en Seattle para prestar asistencia rápida a los que sufren un infarto. El liberal típico habría confiado la cuestión a las leyes del mercado: si hay demanda de un servicio, la libre competencia la satisfará del modo más eficaz y más barato. Un socialdemócrata habría hecho que el ayuntamiento comprara decenas de ambulancias. En uno y otro caso, el problema es conseguir que el equipo médico llegue a tiempo, ya sea en ambulancia privada o en una municipal. Así que en Seattle han enseñado a miles de ciudadanos a prestar los primeros auxilios a las víctimas de infarto.

Por ahora, no hay muchos ejemplos de políticas comunitaristas. Pero ya se nota que el pensamiento comunitarista empieza a influir.

Ideas que se extienden

Una muestra es que en Norteamérica se extiende la convicción de que los males sociales tienen origen moral y, por tanto, requieren remedios de la misma especie. Es difícil determinar hasta dónde se debe esto a la influencia del comunitarismo, o si es más bien un fenómeno coincidente, provocado por el desencanto ante el Estado-Providencia. Lo cierto es que últimamente la prensa norteamericana está llena de comentarios que difunden este mensaje (2). Y han obtenido notable éxito algunos libros que sostienen lo mismo, como Book of Virtues, de William Bennett, o The De-Moralization of America, de Gertrude Himmelfarb.

También, se oyen ideas comunitaristas en boca de algunos políticos, como Bill Clinton o el republicano Jack Kemp (el "Contrato con América" tiene parte de comunitarismo, pero en muchos aspectos es más bien liberal). Pero el caso más notable es el de Tony Blair, el líder laborista británico. Blair, que se propone renovar su partido, declara abiertamente que "el socialismo de Marx, la idea de que hay que concentrar todo en el Estado, está muerto". Pero no cree tampoco que la solución esté en confiar todo al mercado. Su propuesta es la "solidaridad social": el principio de que las personas no son meros individuos, libres para prosperar (o no) como quieran, sino también miembros de la sociedad, de la que dependen y con la que tienen responsabilidades. Blair también se distingue por dar mucha importancia a los vínculos comunitarios, en especial los familiares.

Ahora que se extiende la persuasión de que el proyecto moderno está teniendo demasiadas consecuencias contraproducentes, de que el impulso de la Ilustración se agota, estamos en espera de algo realmente nuevo. ¿Es esto el comunitarismo? Los pensadores de esta corriente no se identifican ni con la derecha ni con la izquierda tradicionales. Frente al liberalismo, niegan que el interés individual sea fundamento válido para la vida social. Frente a la socialdemocracia, ponen por delante del Estado las unidades sociales menores (familia, vecindario...). Aún es difícil decir si tales ideas son una originalidad posmoderna, también porque en parte son bastante clásicas.

Comunitaristas: quiénes son 

Amitai Etzioni
 Es el comunitarista más popular. Profesor de sociología de la Universidad George Washington, de la capital estadounidense. Su experiencia en Harvard, donde enseñó ética de los negocios, le llevó a posturas cada vez más críticas con el individualismo utilitarista dominante. Impulsó un nuevo enfoque llamado socio-economía, que subraya las motivaciones morales de los agentes económicos (ver servicio 110/90, pp. 2-3). Sostiene que las personas no se mueven sólo por el principio del máximo beneficio e insiste en la necesidad de los valores éticos para el correcto funcionamiento de la economía. En 1988 fundó la Sociedad para el Progreso de la Socio-economía. Ese año publicó The Moral Dimension: Toward a New Economics, donde expone estas ideas. Más tarde, Etzioni comenzó a popularizar propuestas explícitamente comunitaristas, especialmente con su último libro, The Spirit of Community (1994).

Robert Bellah
Estadounidense, profesor de sociología en la Universidad de California (Berkeley). Su obra más representativa es Habits of the Heart, de 1985 (Hábitos del corazón, ed. Alianza). En 1991 publicó The Good Society, donde define más sus ideas, en respuesta a las críticas recibidas. Pretende recuperar el pensamiento político de los fundadores de Estados Unidos (especialmente Jefferson), con sus dos grandes tradiciones: la religiosa bíblica y la clásica republicana. Subraya que la sociedad democrática no puede fundarse sólo en un simple consenso político, limitado a cuestiones de procedimiento: hace falta un acuerdo sobre los valores básicos, que de hecho existe y es mayor de lo que parece.

Charles Taylor
Trata de conciliar una perspectiva no individualista con los planteamientos modernos básicos. Canadiense, profesor de filosofía en la Universidad McGill (Montreal), se inspira en la hermenéutica posterior a Heidegger. Su pensamiento tiene mucho de crítica social y se relaciona con su postura política como militante del movimiento nacionalista de Quebec. Reprocha al liberalismo su pretendida neutralidad moral, para él imposible, que lleva a igualar todos los valores y priva de sentido a la libertad de elección. Pero sostiene que el deslizamiento hacia el subjetivismo es una traición a la inspiración moderna original. Principales obras: Sources of the Self. The Making of the Modern Identity, de 1989 (Orígenes del yo. La construcción de la identidad moderna, ed. Paidós); The Malaise of Modernity, de 1991 (La ética de la autenticidad, Paidós: ver servicio 153/94).

Michael Walzer
Como Taylor, critica el liberalismo sin querer renunciar a la modernidad. Walzer, estadounidense, se opone a lo que llama "Liberalismo I", que acentúa los derechos individuales y extrema la neutralidad del Estado con respecto a los valores. Pero cabe otra versión, el "Liberalismo II", que además de proteger las libertades del individuo, tenga un interés positivo en tradiciones culturales, religiosas, etc. Esta segunda concepción liberal es, según Walzer, la que realmente respeta el pluralismo. El libro más importante de Walzer es Spheres of Justice. A Defense of Pluralism and Equality (1983).

Alasdair MacIntyre
Pasa por ser el crítico más radical del liberalismo dentro de la corriente comunitarista. A la vez, desciende menos que otros a propuestas socio-políticas, pues sus intereses se dirigen a la fundamentación de la ética.

Este británico afincado en Estados Unidos (es profesor de la Universidad Notre Dame) se hizo internacionalmente famoso en 1981 con After Virtue (Tras la virtud, ed. Crítica: ver servicio 186/88). Su tesis es que el proyecto ilustrado de basar la ética en la pura razón -entendida al modo racionalista- ha resultado un fracaso. Propone recuperar la tradición aristotélica -que él redescubrió después de seguir derroteros muy distintos-, tal como aparece en la síntesis que hizo Tomás de Aquino entre ésta y el agustinismo. Ha hecho una profunda confrontación entre esta tradición y la ilustrada en Whose Justice? Which Rationality?, de 1988 (Justicia y racionalidad, Ediciones Internacionales Universitarias). Luego ha vuelto sobre el tema en una obra más madura, Three Rival Versions of Moral Enquiry, de 1990 (Tres versiones rivales de la ética, EUNSA: ver servicio 45/93).

Son realmente fuertes sus reproches a la idea liberal de que la justicia consiste en reglas de procedimiento (como en Rawls o en Nozick, pese a las diferencias entre ambos) y que la sociedad moderna se basa en un consenso formal. Su fama de reaccionario le viene en especial de un pasaje de Tras la virtud donde critica incidentalmente la noción de derechos humanos, aunque después no ha insistido más en el tema.

Rafael Serrano(1) Una sucinta descripción del comunitarismo, en especial el pensamiento de Robert Bellah, en: Vicente Bellver, Ecología: De las razones a los derechos, Comares, Granada, 1994, pp. 171-184. Un estudio general, desde una postura crítica hacia el comunitarismo, es el de Carlos Thiebaut, Los límites de la comunidad, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992.(2) Algunos de esos artículos se han reproducido en Aceprensa, como dos de W. Raspberry (servicios 6/95 y 25/95), otro de Newsweek (servicio 25/95), o el de D. Eberly (servicio 33/95).

jueves, 12 de julio de 2012

La opción comunitarista ¿una nueva alternativa política?



Aragón Liberal   (Enviado por: José Alfonso Arregui) , 16/11/07, 16:52 h

El comunitarismo es un movimiento intelectual nacido en Estados Unidos en la década de los 80 que se distancia tanto del liberalismo como de la socialdemocracia a la hora de proponer soluciones políticas a los problemas sociales.

El movimiento comunitarista es poco conocido en nuestros lares, quizá porque en España el discurso político hegemónico oscila pendularmente desde 1982, sin opciones alternativas realistas, entre la socialdemocracia más o menos incisiva y el liberalismo de ribetes conservadores. Sin embargo, en Estados Unidos ha alcanzado notables cotas de influencia académica y sociológica, aunque no todavía política. A mi entender, constituye una de las líneas de renovación ideológica más prometedoras de nuestro tiempo porque, entre otras cosas, redirige la atención a los valores morales y a las instituciones básicas de cohesión social.
Frente al hegemónico buque liberal de ámbito anglosajón (y por tanto, mundial, no nos engañemos), se alzan las voces de estos pensadores y filósofos que, sin formar una corriente política definida ni un bloque compacto, procuran aportar al debate público nuevos modos de considerar las relaciones entre el ciudadano y el estado, enriqueciéndolas con entidades intermedias y tratando de superar la polarización liberal entre individuo y aparato estatal.

De entrada, el comunitarismo no puede confundirse con el conjunto de alternativas políticas conocido como “tercera vía”, en expresión atribuida a Anthony Giddens, asesor ideológico de Tony Blair y exdirector de la prestigiosa London School of Economics. Si esta tercera vía constituye una revisión de la socialdemocracia, que llevó a formular el New Labour (Nuevo Laborismo) del Premier británico, el comunitarismo bebe sus fuentes del pensamiento social clásico, nace en Norteamérica en la década de los 80, y tiene como elemento característico la crítica al liberalismo y a la tradición ilustrada en general.
Frente al liberalismo, niegan que el interés individual sea fundamento válido para la vida social. Frente a la socialdemocracia, ponen por delante del Estado las unidades sociales menores (familia, vecindario...). Para los comunitaristas, muchos problemas sociales como la drogadicción o el desempleo ni los puede evitar el mercado, ni puede curarlos el Estado.

Afirman que no somos individuos aislados que pactan una convivencia basada en acuerdos políticos y económicos, con el interés individual como motor del consenso (la conocida teoría del pacto o contrato social). Con anterioridad a esta hipotética situación de partida (inexistente, por otra parte, en la historia real de la humanidad), de hecho los seres humanos estamos unidos por lazos culturales, históricos, de solidaridad, de sangre, de valores… La modernidad de los últimos tres siglos ha fomentado el atomismo social, el aislamiento y la soledad. Y eso es lo que estos autores proponen: que volvamos a ser una comunidad.

Una tesis compartida por todos los comunitaristas es que adquirimos la moral (un saber práctico) y nuestras convicciones básicas desde una tradición dada, por lo que resulta ingenuo pretender construir una ética que prescinda totalmente de la herencia social recibida. Sólo a partir de ahí puede uno empezar a pensar por sí mismo, para corregir y superar la tradición. En opinión de uno de estos autores, unas simples reglas formales de convivencia, “un débil consenso político, limitado en gran parte a cuestiones de procedimiento, no puede sostener un sistema político coherente y eficaz” (Bellah). Quizá se explique así la omnipresencia de las encuestas, como manifestación del afán de conformarse a las ideas de los demás, y del rechazo a aceptar una opinión autorizada.

Aristóteles es un autor especialmente apreciado por algunos comunitaristas, por el desarrollo que el filósofo griego elabora en torno al hombre como zoon politikon, como animal social, y por el carácter esencial que el estagirita atribuye a esta condición. El individualismo radical casa mal con este planteamiento, porque relega a la sociedad a un orden meramente secundario frente a la soberanía absoluta del yo. Por eso el comunitarismo trata de poner de relieve la importancia de los vínculos recibidos (por tanto, no elegidos), deberes que nos afectan porque desde que nacemos estamos insertados en un orden social concreto: no hemos aparecido en la tierra de repente. Y deberes que son marginados de la vida pública porque lo que se gestiona es un bienestar privado de seres individualistas.

No es de extrañar, por eso, la extendida preocupación por los índices de participación democrática: como explica otro de estos autores, “el aislamiento personal lleva a disminuir la participación, el ciudadano individual se queda solo frente al vasto Estado burocrático y se siente, con razón, impotente. Con ello, el ciudadano se desmotiva aún más, y se cierra el círculo vicioso del despotismo blando, como expresa Tocqueville" (Taylor).
Los críticos del comunitarismo tildan a estos autores de reaccionarios, porque si se atiende a los vínculos comunitarios, no elegidos democráticamente, es fácil amenazar las libertades individuales, especialmente las de las minorías. Los comunitaristas responden que buscan la defensa del individuo, pero sin que lleve a la muerte de la solidaridad. Como indica Bellah, "un grupo fuerte que respete las diferencias individuales reforzará la autonomía al igual que la solidaridad, porque es en el aislamiento y no en los grupos donde las personas son más susceptibles de ser homogeneizadas". Además, la propia democracia no cae del cielo, sino que supone la aceptación de una serie de premisas (igualdad de todos ante la ley, poder limitado…) casi imposibles de cuajar en culturas con un sistema rígido de castas o con una concepción determinista de los actos humanos.

Otro conocido comunitarista, Amitai Etzioni, explica que basar la vida pública en los valores no significa hacer del Estado el guardián de la moral: “se confunde el derecho a no sufrir la intromisión del Estado con el derecho, que no existe, de estar libre de escrutinio moral por parte de los que nos rodean y de la comunidad”. Para revitalizar la sociedad no sirven los incentivos y castigos legales, sino que “las personas cambien”. El mismo Etzioni da un ejemplo de política comunitarista, y expone lo que hicieron en Seattle para prestar asistencia rápida a los que sufren un infarto. El liberal típico habría confiado la cuestión a las leyes del mercado: si hay demanda de un servicio, la libre competencia la satisfará del modo más eficaz y más barato. 

Un socialdemócrata habría hecho que el ayuntamiento comprara decenas de ambulancias. En uno y otro caso, el problema es conseguir que el equipo médico llegue a tiempo, ya sea en ambulancia privada o en una municipal. Así que en Seattle han enseñado a miles de ciudadanos a prestar los primeros auxilios a las víctimas de infarto.

Para los más interesados, en Estados Unidos se publica una revista trimestral que puede considerarse la abanderada de esta corriente: The Responsive Community: Rights and Responsibilities. Y en cuanto a autores emblemáticos, un acercamiento serio a comunitarismo exige leer a autores como Amitai Etzioni, Robert Bellah, Charles Taylor, Michael Walzer, o Alasdair MacIntyre.
  
José Alfonso Arregui Garcia

El comunitarismo en cuestión


 Autor: Rafael Miranda

  FUNDACIÓN ANDREU NIN
Publicado en Trasversales número 2,  primavera 2006

 En los últimos años hemos visto con interés el ascenso de una cultura crítica respecto a la manera en que tradicionalmente se enfrentan las relaciones entre los pueblos y en particular aquella que se ha dado en llamar la relación Norte-Sur. El surgimiento de esa actitud reflexiva respecto a cuestiones como la cooperación para el desarrollo o la asistencia humanitaria, ha ido desvelando algunos aspectos respecto de los cuales es indispensable y urgente extender el debate. Lo que en el contexto de las relaciones internacionales se presenta bajo ese paraguas, tiene una realidad en el campo de los procesos por los cuales las sociedades contemporáneas definen sus rumbos, explicita o implícitamente y nos pone ante la responsabilidad, no pocas veces incomoda, de establecer posiciones propias.

En el comentario siguiente me propongo presentar algunos de los elementos que ese debate sugiere. Parto del principio básico, nada universal por cierto, que consiste en asumir que el objetivo último de toda intervención, entendida esta como dispositivo que regula dos o más realidades sociopolíticas diferenciadas, consiste en que esa deje de ser necesaria. Me explico, mientras que durante años prevaleció una cultura que entendía el combate contra la pobreza como un contrato tácito de (inter-)dependencia de por vida, cada vez mas, en los medios de cooperación al desarrollo y de intervención humanitaria, se desarrolla la idea de que las poblaciones necesitadas tienen que dejar de serlo, que es éste el sentido ultimo de la intervención y que eso implica, desde un principio, una relación distinta basada en el valor de la autonomía.

Algunos antecedentes

En ciertos medios militantes se daba desde hace varias décadas este tipo de actitud crítica (1). El desacuerdo respecto a la sustitución masiva de la política, de la gran política diríamos, por lo humanitario, así como el escepticismo respecto a los éxitos del desarrollo (2), más allá de la simple proliferación de organismos y puestos para un ejército de funcionarios, había ya dejado una modesta huella. La crítica al fenómeno burocrático, desde posiciones de izquierda radical, antes y después de la caída del muro de Berlín, no obstante su gran merito, había apenas descubierto la punta del iceberg.

La reciente discusión, particularmente en Francia, respecto a la responsabilidad en la experiencia colonial y la manera de presentarla en la escuela, es uno mas de los puntos que vienen a sumarse a ese debate soterrado. Inspirado mediaticamente por el limitado éxito de los modelos de integración, en los países desarrollados, de poblaciones provenientes de la inmigración, ese debate hoy alcanza, de modo particularmente agudo, los medios de izquierda. Dicho debate viene delimitado, en gran medida, en torno a lo que esta siendo definido como el fenómeno del comunitarismo. Como antecedente, algunas reflexiones de largo aliento se habían hecho en torno a la cuestión de la culpa en la cultura de los pueblos que de una o de otra manera participaron en la experiencia colonial. Tengo presente en esta dirección, el trabajo de Pascal Brukner [Pascal Brukner (1983) Le Sanglot de l’homme blanc, Tiers-Monde, culpabilité haine de soi. Editions du Seuil, Paris].

Por otro lado dentro de esa misma ola de tomas de posición, en donde efectivamente participan de manera todavía marginal algunos sectores importantes del movimiento altermundialista, es alentador ver que el trágico error histórico que achaca a la cultura occidental la exclusividad de los horrores en contra de otros pueblos, o de sectores pertenecientes a su propio universo, como en el caso del antisemitismo en Europa y del holocausto, se ha ido disipando, en la medida en que ha ido emergiendo una visión mas compleja de las sociedades históricas.  Es en este sentido, sumamente curioso ver de nuevo a los voceros progresistas de las comunidades religiosas, hablo en particular de aquellos que se reclaman del culto de una de las religiones monoteístas o del hinduismo, pronunciarse aguerridamente, en tanto que defensores de los derechos humanos, cuando durante siglos, las instituciones a las que pertenecen, no solo se pronunciaron en contra de esos derechos sino que los combatieron sistemáticamente (3). Este hecho a penas nos recuerda la defensa de Fray Bartolomé de las Casas quien, en nombre de la justicia para con los indios, se pronunciaba  a favor de que esos fueran substituidos, en las labores más ingratas ligadas a su condición, por esclavos traídos del continente africano.

Pero vayamos más al fondo del debate. Como señala Richard Greeman en el numero 1 de Trasversales (2006), el tema del comunitarismo corre el riesgo de desgarrar los movimientos sociales contemporáneos, si no es que ya lo esta haciendo. En efecto el irrenunciable combate en contra del privilegio absoluto de la economía en la sociedad contemporánea, combate que debe apuntar igualmente hacia el delirio del desarrollo ilimitado de las fuerzas productivas, como motor del progreso y a sus efectos devastadores para las sociedades humanas, las ciudades y el medio ambiente, ha llevado a amplios sectores a identificar, de modo simplista en extremo, todo aquello que se opone a “Occidente”, como positivo. Hago referencia a los pronunciamientos en los que algunos sectores de izquierda expresan sus simpatías por el islamismo radical, particularmente en lo que a la inaceptable condición de la mujer en esa tradición, se refiere. Ver al respecto los trabajos de Caroline Fourest: La tentation obscurantiste. Editorial Grasset. 2005, Paris; Frere Tariq. Discours, strategie et methode de Tariq Ramadan. Editorial Grasset. 2005, Paris. También Ayaan Iris Ali: «Je suis une dissidente de l’islam». Le monde. 16 de febrero de 2006, p. 17, por solo citar dos posturas alejadas entre ellas pero coincidentes sobre este punto.

La apertura como sentido y su vigencia histórica

Hay en Castoriadis una reflexión sistemática respecto al nacimiento del proyecto de autonomía, de modo simultáneo a la aparición de la interrogación radical y de la política, en el sentido de lugar de transformación de las instituciones, sus textos al respecto son numerosos [Uno de los mas pertinentes seria: “La polis grecque et la création de la démocratie”. En Domaines de l’homme: Les carrefours du labyrinthe II. Paris. Editions du Seuil. 1986]. En su forma mas elemental habría un punto que quiero destacar y que consiste en que, en mi lectura, para Castoriadis la diferencia entre la sociedad de repetición y la sociedad autónoma, en proyecto, consiste precisamente en que la comunidad, fundada principalmente en la identidad de sus miembros, en la medida en que oculta toda alteridad al inspirarse de la ontología unitaria, no tiene realidad empírica. Esa comunidad, virtual si se quiere, por tanto, es radicalmente distinta a la polis, como la entiende Castoriadis, es decir en tanto que espacio público, en donde la auto-institución explicita es un proceso permanente [op. cit. p. 357] y donde aquello que nos es común es siempre, explicita o implícitamente, atravesado por la alteridad de la sociedad instituyente, es decir por el imaginario social en sentido radical.

En este contexto el individuo, dejémoslo claro, es social o no es nada y por ende, el conflicto (4) relevante para lo que aquí interesa, es aquel entre la institución social (-histórica) y la psique, en tanto que imaginario radical. El individuo como tal es ya una forma social, una significación imaginaria social.  Es necesario aquí dejar sentado, sin analizarlo en sus complejas y vastas consecuencias, el hecho de que las sociedades históricas que han creado, producido, la forma individuo social, son escasas. Aquella referencia al germen que representa el caso paradigmático de Atenas, cuando ese responde a aquello que la institución debe realizar diciendo: la creación de seres humanos viviendo con la belleza, viviendo con la sabiduría y amando el bien común [op. cit. p. 382], aparece como remota en un mundo en el que las identidades comunitarias, antaño “naturales” e incuestionables en las sociedades religiosas o de repetición, se promueven como el máximo valor, por los ideólogos del comunitarismo. Vale la pena en este sentido preguntarse: ¿que es finalmente una comunidad?

Castoriadis señala que toda sociedad para erigirse tiene necesidad de imprimir a su institución un carácter más o menos al margen de la alteridad, la alteridad del otro real y del otro imaginario, la alteridad  que contiene el devenir. La institución en este caso, ayudada por la exterioridad de la meta-norma y por la identificación del origen del mundo con su propio origen, aparece como al margen de dicho devenir y por tanto se traduce en procesos identificatorios casi totales, en base a los cuales se socializa a los sujetos que a ella pertenecen. Como sabemos esa institución y sus normas serán en realidad, cada vez, reinterpretadas de modo implícito. La posibilidad de que esa reinterpretación se lleve a cabo de modo explicito y que sea un dominio no solo de los líderes, los expertos en política en versión moderna, sino sobre todo, de los sujetos autónomos, ciudadanos democráticos reunidos en un colectivo anónimo, tiene una historicidad y una relevancia, que las manifestaciones reactivas a la globalización deben tomar en cuenta. El llamado sentido como apertura, en el nacimiento de la filosofía como interrogación radical y de la democracia como régimen y no solo como procedimiento, cobra aquí su máxima pertinencia.

El comunitarismo: nuevo dispositivo de la heteronomia

La disyuntiva entre el encerramiento en la propia identidad comunitaria y el proceso de ascenso de la insignificancia y de la privatización del individuo, ligados a la globalización, es una disyuntiva desesperada, cuando no miope. La comunidad, evocada ad nauseam es, en todos los casos, una realidad en proceso que, solo en la boca de los ideólogos del comunitarismo, se presenta al margen del devenir, como promesa implícita de inmortalidad. Pero hay más, por desgracia. Esa visión del comunitarismo, cuya crítica emprendo y que no supone ignorar la alteridad entre instituciones que pertenecen a universos culturales distintos, sino todo lo contrario, ha funcionado en las últimas décadas y no solo en boca de los sectores de iglesia, como un dispositivo perverso de sumisión. Me explico.

Hablábamos más arriba del engaño y del autoengaño, diríamos, de un discurso “justiciero”, por parte de Las Casas.  En efecto es relativamente nueva la reivindicación de los derechos humanos (5) de las poblaciones necesitadas, por parte de los representantes de las grandes religiones a lo largo y ancho del planeta. Esta reivindicación se verifica directamente, o a través de las organizaciones “de la sociedad civil”, pertenecientes a cada comunidad. El “compromiso” de estos sectores con la cooperación al desarrollo, ha arrojado un panorama en el que, no solo el desarrollo sostenible y la sociedad de los derechos humanos siguen siendo una promesa, sino que las poblaciones meta  de dichas acciones emergen cada vez mas, en su condición de poblaciones cautivas. Nos encontramos en este campo frente a una especie de síndrome de Estocolmo, que ha ido cobrando realidad en la relación cotidiana de grandes capas de población en los países del Sur, frente a los equipos de intervención y/o los lideres comunitarios, respecto a su percepción de las sociedades dichas del Norte y viceversa, de los equipos provenientes de los países del Norte y de los lideres comunitarios respecto a las poblaciones del Sur.

Formulas muy socorridas como aquella del fortalecimiento local o el poder local, como vía para el desarrollo, en boca de sectores acostumbrados a perseguir cualquier asomo de autonomía, se han convertido en verdaderos caballitos de batalla de los ideólogos del comunitarismo. Esa trágica formula de los jesuitas (6) que, cuando hablaban de sus protegidos, se referían a “mis pobres”, ha sido hoy sustituida por aquella mas políticamente correcta de “mis comunidades”. Y es que el desarrollo de los procesos identificatorios, que subyacen a esa relación -que por supuesto tienen lugar tanto a nivel de lo consciente como en el inconsciente-, perpetúa en el tiempo, gracias al ocultamiento de la auto-constitución, esa ilusión de sustraerse a la fuerza del instituyente, gracias a una serie de complejos procesos transferenciales y contratransferenciales, jamás explicitados.

Efectivamente esa alineación no solo es voluntaria, ni tampoco unilateral, las poblaciones cautivas, en tanto tales, necesitan de los ideólogos del comunitarismo y estos necesitan, como fuente de sentido, cuando no como elemento para el mercadeo de la compasión y de los fondos, a las poblaciones cautivas. Esa relación se va a tejer, en gran medida, gracias a la identificación en exclusiva de dichas poblaciones con poblaciones victimadas y a la interiorización por parte de esas de la auto-representación correspondiente.  La victimización, y su interiorización, de y por parte de los marginados, de los indígenas, de los refugiados, de los desplazados internos, de las mujeres sobrevivientes de la violencia de género, de los sobrevivientes del tráfico de personas o de las minorías sexuales, por dar solo algunos ejemplos, tiene ese carácter perverso, que hace que en el imaginario de esos grupos, y en el de quienes formamos parte y/o trabajamos con ellos, se instale con alarmante frecuencia, el supuesto según el cual, para contar, hay que ser víctima. A este orden de cosas pertenece igualmente la desafortunada noción de migración forzada

Esta subasta del victimismo, como la llama Pascal Brukner en su libro La tentation de l’innocence [Editorial Grasset. Paris, 1995], es el resultado inevitable de la ideología comunitarista. Las “comunidades” son víctimas por definición, visto que lo que les da ese carácter, es su condición de subgrupo homogeneo y suspendido en el tiempo, gracias al dispositivo identitario. En esos términos, la apelación de comunidad, no puede ser más que un sinónimo de segregación. El catastrófico desenlace de esta lógica, de continuarse, nos llevaría a vernos obligados por la corrección política, a defender derechos a la cultura propia, en el caso de esos hijos del exilio en EUA conocidos como las maras centroamericanas. Aquí de nuevo la “ética”, tan socorrida en los medios humanitarios, vendría a colmar esa ausencia de proyecto político, que caracteriza en lo genérico la época actual. El ejemplo que señala Brukner respecto a esa subasta del victimismo, como instrumento del comunitarismo identitario, es de lo más elocuente. En la sociedad estadounidense, la intersección de los atributos, haría que estén emergiendo categorías sociales, poblaciones objeto del trabajo comunitario, como el desempleado, a la vez inmigrante, a la vez homosexual, a la vez cabeza de familia monoparental a la vez miembro de una comunidad religiosa.

No es casual que esa explosión extrema del comunitarismo y la victimización proactiva que le corresponde, por no entrar en el espinoso tema de sus lobbys comunitarios y del efecto desestructurante del cuerpo político, se presente en la sociedad estadounidense en la que conviven, en el plano del estado de Ley al menos, valores como la libertad de expresión, con practicas propias de una teocracia. Me refiero a la impartición de la teoría creacionista en algunas escuelas, el fenómeno de los new-born Christians y la proliferación de los lugares de culto que compiten con los estadios de foot-ball. Tampoco es, por desgracia, una realidad exclusiva de esa sociedad. En muchas regiones del continente al lado de procesos que se perfilan claramente en la dirección de un fortalecimiento de la democracia representativa, en donde felizmente se ha logrado que participen las mujeres y los lideres indígenas como Evo Morales hoy y Benito Juárez en el pasado, se desarrolla una especie de guerra fría local, muy sui generis, entre la política de gendarme planetario  de los EE.UU. y el neo-castrismo expansivo. Realidad a la que se han venido a sumar, en los últimos años, los efectos del fenómeno comunitarista, en ascenso.

El rostro apacible del Gran Hermano

Los efectos de una lógica simplista, lógica que profesa que la tradición - cualquiera que sea -, es buena siempre y cuando sea la nuestra, ha erigido el relativismo instrumental en discurso oficial de la izquierda tradicional y en bagaje teórico del populismo católico, en el caso de vastas regiones de América Latina, en donde como es sabido la iglesia católica se impuso y perdura desde hace mas de 500 años. Populismo hoy ayudado por la utilización de Marx (7) y de los derechos humanos y que ha hecho que la aberración del silogismo del sujeto, “…yo estoy (soy) bien, tú no eres yo, por tanto tu no estás (eres) (el) bien, tus dioses no son verdaderos…”, se verifique cotidianamente en la tradicional cultura política de izquierda del continente.

Este ambiente enrarecido tiene en parte su origen y se ha visto favorecido de modo fundamental por el trabajo capilar de las iglesias. Irónicamente los métodos, victimización y  apología de la identidad comunitaria, - por ejemplo en el caso de un fundamentalismo maya que exalta, inexplicablemente, rasgos “identitarios” que provienen de la época colonial, como el uso de los trajes coloridos -,  son exactamente los mismos, en el caso del frenesí gregario que prevalece en la sociedad estadounidense, que aquellos utilizados por los ideólogos del comunitarismo en la región. No es difícil ver en este proceso los viejos rasgos de esa relación, anunciada por Freud en 1920 [“Mas allá del principio del placer”. Obras completas. Amorrortu Editores. 1976 Argentina], en la que la compulsión de repetición, “repetir para no recordar”, se verifica gracias a la eterna transferencia negativa que, desde el inicio de los tiempos, sublima el horror ante lo perecedero y promete la homogeneidad de un espacio sustraído de la alteridad.

Al final del túnel

Regreso al principio de este comentario, el fenómeno del comunitarismo en las filas de sectores contestatarios, es muestra de que las grandes certezas de la cultura de izquierda tradicional, han venido desmoronándose, una tras otra. Esta situación nos enfrenta a la urgencia de inventar, de crear nuevas y radicales propuestas, no solo para resistir al aumento de la insignificancia y del pensamiento único, sino sobre todo para avanzar en el sentido del proyecto de autonomía. Hay un momento decisivo en este trayecto, que es el momento de enfrentar lo perecedero, de enfrentar, más allá de todo voluntarismo naif, el trabajo de la muerte en las instituciones, como diría Eugene Enriquez [Le travail de la mort dans les institutions]. Ese momento de lo sin fondo, el mismo que se ha sabido sobrellevar de modo creativo, en el sentido de la pulsión de vida, en la tradición mas radical del movimiento hacia la autonomía, se ve hoy fuertemente amenazado por el espejismo del comunitarismo.

A diferencia de la sociedad heterónoma, en la sociedad autónoma en proyecto -proyecto cuya historicidad, no solo en tanto que significación imaginaria social, opuesta a aquella del dominio racional y el determinismo en la tradición filosófica heredada, ha sido delineado por Castoriadis, entre otros-, el individuo viene socializado en base al sentido como apertura. Lo anterior significa que este, en tanto que producto netamente social, repito, y habitado por el imaginario radical, por la alteridad propia, no solo tiene la posibilidad de interrogarse radicalmente sobre las propias instituciones y en esa medida de hacerlo respecto a las instituciones de los otros, sino que es esa interrogación la que constituye, para él, el sentido.

En este contexto quisiera terminar reiterando la resistencia a suscribir cualquier tipo de deriva comunitarista, basada en la promoción sistemática de la clausura como sentido. Más que nunca el derecho a la(s) pertenencia(s) puede y debe ser limitado, autolimitado, por la  interrogación: “¿es esta norma la que me conviene?”, “¿es esta norma justa?”. La pertinencia de esta interrogación en el campo de la relación entre los pueblos y de estos con respecto a sus instituciones y a las instituciones de los otros, es hoy por hoy, de primer orden. Lo es igualmente su introducción, en tanto que dispositivo de análisis, en los campos de la solidaridad y la cooperación con los llamados países del Sur. Operar sobre ese dispositivo es un gesto de coherencia, cuya excepcionalidad histórica remite, desde sus orígenes, al proyecto de autonomía y a su promesa de asumir plenamente la curiosidad por los otros, como otros.

Notas

(1) Me refiero aquí a sectores distintos a aquellos que en la búsqueda de “nuevos sujetos revolucionarios” sustituyeron “el proletariado aburguesado” por los campesinos del tercer mundo, como en el caso del fanonismo, el guevarismo etc. Ver a este respecto Cornelius Castoriadis: «Tiers Monde, tiers-mondisme, démocratie» (Intervención ante el coloquio   «Le tiers monde en question» organizado por Liberté sans Frontières, el 24 de enero de 1985). En Domaines de l’homme: Les carrefours du labyrinthe II. Paris. Ediciones Seuil. 1986 (pp. 130, por ejemplo).

(2) La BBC refiere en fechas recientes que “(…) en otro estudio reciente, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, PNUD, indica que, de mantenerse los índices macroeconómicos que presentó América Latina en los noventa, sólo siete de 18 países podrían alcanzar las llamadas Metas del Milenio"

(3) Es cierto que dentro de cada culto hay distintas versiones que conviven mas o menos pacíficamente, también lo es que  algunas religiones han convivido durante mas largo tiempo con la interrogación radical que otras. En este contexto el ecumenismo, por ejemplo, es claramente una postura singular, no obstante, para bien o para mal, desde la postura   que aquí prevalece, ese viene considerado, en la medida en que se verifica, como una posición en los limites de la creencia religiosa y mas bien de salida de esta.

(4) De esta temática me he ocupado en otra parte, ver: Les frontières de la haine. A propos de l’altérité selon Cornelius Castoriadis. L’autre. Cliniques, cultures et sociétés, 2004. Ediciones L’autre. Grenoble, Francia.Ver versión electrónica en castellano .

(5) Curioso ese movimiento al interior de la iglesia católica, la llamada “teología feminista”, que propone sustituir a Dios padre por una Diosa madre.

(6) No puedo dejar de pensar aquí en las palabras de Trotsky: "Permaneciendo en el terreno de las comparaciones puramente formales o psicológicas, podemos decir que los bolcheviques son a los demócratas y a los social demócratas de diversos matices lo que los jesuitas eran a la apacible jerarquía eclesiástica". Leon Trotsky: Leur morale et la notre. (Trad. del ruso de Victor Serge) Ed. J.J. Pauvert. Paris, 1966. (traducción  propia de la frase al castellano, RM)

(7) No puedo dejar de citar aquí el comentario de Adolfo Sánchez Vázquez, notorio marxista mexicano recientemente condecorado por la UNESCO con el premio José Marti del Gobierno Cubano, en el que, refiriéndose a las “identidades originales” de los pueblos indígenas, diferencia a estos de los “políticos e intelectuales” de la ciudad de México, haciendo alusión, según una expresión prestada de su “amigo el poeta Bolaños”, a “los blanquitos”. Ver: La gran discusión. En La Jornada. 19 de agosto de 2005, México DF

(8) En numerosas regiones indígenas, terreno natural por décadas de la teología de la liberación, el espacio radiofónico esta masivamente ocupado por emisoras de una u otra fe, de los católicos tradicionalistas a los musulmanes de reciente aparición, pasando por los ortodoxos y los cristianos en sus distintas variantes.


Edición digital de la Fundación Andreu Nin, agosto 2006