Que estamos en una era postideológica no es ningún secreto para
nadie. Esta es la parte de razón que tenía la hipótesis sobre el fin de la
historia que Francis Fukuyama propugnó en 1992. Efectivamente, desde la caída
del muro de Berlín en 1989 no se ha propuesto ningún nuevo credo social que
haya aunado seguimiento multitudinario. Más bien parece que el liberalismo haya
triunfado como praxis deficiente de una teoría cuyos apóstoles llevan
predicando fructíferamente desde hace ya dos siglos.
Pero el liberalismo va perdiendo fuerza al tiempo que aumenta el
riesgo que genera su misma y aparente aquiescencia global. El liberalismo tiene
hoy en día tres alternativas que pugnan por hacerse con el derecho de retar en
solitario al credo dominante. De esas alternativas, una, el islamismo, es
exógena al sistema de pensamiento liberal, mientras que las otras dos, el
ecologismo y el comunitarismo, nacen de la misma cosmovisión liberal.
De las tres alternativas es
la menos conocida, el comunitarismo, la que tiene un mayor calado como ideología
viable de seguimiento mayoritario. El islamismo carece de fuerza
argumentativa a pesar de su fuerza explosiva. La mayor parte de su credo social
está generado por la negación liberal y no tiene doctrina positiva propia en el
sentido de que los planteamientos ideológicos islámicos modernos son
reaccionarios frente al predominio global del credo liberal. Si el liberalismo no hubiese
triunfado en occidente y los estados liberales no tuviesen el poder militar que
tienen, el islamismo no tendría los perfiles ideológicos con los que le
conocemos en la actualidad. Por otro lado al ecologismo le falta altura y peso
ideológico y tiene dificultades para presentarse, con el necesario carácter
totalista, como credo alternativo. Más bien nos encontramos ante una sensibilidad
que apunta un problema que puede ser mejor o pero tratado desde las diferentes
alternativas ideológicas.
El comunitarismo es, sin embargo, una ideología de hondo calado
intelectual que se presenta como una verdadera y plausible alternativa social.
El padre del comunitarismo moderno es el sociólogo norteamericano de origen
judío, Amitai Etzioni.
Vamos a exponer a
continuación las características y fundamentos del comunitarismo tal y como lo
vemos nosotros.
Los tres aspectos que marcan
lo distintivo del comunitarismo en el debate ideológico contemporáneo son: la
jerarquía de los valores, la construcción social del valor, y la certificación
a posteriori (en sus resultados históricos) de la distinción entre óptimos y pésimos.
Vayamos por partes.
1.- La jerarquía de los
valores
La unidad humana implica el
reconocimiento del principio de jerarquía. No es posible la unidad sin la
jerarquía. Nos referimos naturalmente a la jerarquía de valores no a la jerarquía
de personas. La jerarquía la reconocemos por ejemplo cuando afirmamos que la
vida es más importante que la propiedad y avisamos del peligro que supone darle
a la propiedad más valor que a la vida pues ello equivale a esclavizar a unos
seres humanos al capricho de otros.
El comunitarismo defiende una jerarquía mínima en valores básicos
que permita hablar de la unidad de lo humano. Aquí lo importante no es tanto
qué jerarquía sino el mismo principio de jerarquía. Esto es: la
negación del sincretismo valorativo.
Convendrá establecer acuerdos mínimos sobre qué principios o
valores tienen precedencia, pero lo importante es reconocer que habrá unos
valores más importantes que otros aunque en la mayoría de los casos, fuera de
los reconocimientos tácitos como los que suponen las codificaciones de derechos
humanos, esos acuerdos estén por decidirse. El principio aquí es lo que
importa. Este principio se resume en uno de los lemas comunitaristas más
repetidos: diversidad en la unidad, que quiere decir pluralidad salvando
acuerdos básicos sobre qué sea lo más importante.
Para el comunitarismo una de
las facetas centrales de la realidad social es la diversidad, que podemos
entender como libertad de iniciativa comunitaria, y que también podemos llamar
extrañeza. La extrañeza es reconocernos diversos en la unidad de modo que podamos
defender tanto máximos de diversidad como máximos de unidad, es decir que podamos
predicar la máxima diversidad de puertas adentro y al mismo tiempo la máxima
unidad de puertas afuera.
Hay aquí una fe en el
diálogo y en los acuerdos: se parte de la premisa de que efectivamente podemos
llegar a saber qué es lo más importante. El sincretista es, en este sentido, un
descreído. Cree que como jamás llegaremos a saber qué es lo más importante más
vale repartir a partes iguales las importancias. El comunitarista, por el contrario,
cree que vale la pena asumir el riesgo del error: aún cuando podemos
equivocarnos a la hora de discernir las importancias, como quiera
que esas importancias existen, vale la pena unirnos en su búsqueda.
Otro matiz de consecuencias importantes es el que nos hace llegar
a otra característica importante del comunitarismo cual es su defensa de la
transubjetividad. Para el defensor del sincretismo valorativo a ultranza no
podemos afirmar seriamente que nada sea mejor que su contrario; la apuesta por
la democracia frente al totalitarismo, por ejemplo, sería solamente resultado
del proceso de la socialización de la teoría democrática y no de su superioridad
moral objetiva.
El comunitarismo defiende la objetividad moral frente al
subjetivismo. Se argumenta que la gente tiene ciertas normas y valores,
sencillamente porque se dispone de buenas razones para tenerlos. Estas buenas
razones por las que se detentan ciertos valores son la sola causa de la
normatividad. Así, creemos que x
es mejor que y porque tenemos fuertes razones para creerlo así. Las
convicciones morales tienen razones, y objetividad en base a ellas, de la misma
forma que cualquier otro tipo de convicciones o certezas.
La objetividad moral es, en este sentido, como cualquier
objetividad cognitiva. Y como le ocurre al conocimiento, la moralidad es
provisional (en el sentido de que puede rectificarse) sin dejar por ello de ser
objetiva. Entendemos que, como veremos después, la objetividad moral no tiene
necesariamente que imponerse ni al pasado ni al futuro en forma de credos
perennes que impidan reconocernos moralmente perfectibles. Las prioridades
morales como las certezas positivas no son de naturaleza atemporal y el proceso
discursivo para llegar a ellas es siempre histórico y continuo.
Que los pronunciamientos morales no pueden ser probados de manera
racional es un axioma en el que está de acuerdo casi todo el subjetivismo.
Frente al subjetivismo está, sin embargo, gran parte de la tradición
sociológica cual es el caso de Weber, que apoya la razón axiológica de los
criterios morales. Para Weber, como para Etzioni y la mayoría de los
comunitaristas, existen criterios analíticos propios para establecer
aproximaciones ad casum al óptimo moral.
A estas aproximaciones
podemos llegar partiendo de la racionalización de las propias circunstancias
relacionales. Así, los sujetos individuales
comprenden que la sociedad está hecha de vínculos contractuales tácitos cuya transgresión
debe ser rechazada por la misma sociedad (como es el caso del
rechazo público del hurto). Aquí juegan un gran papel los sentimientos. Se
entiende, por ejemplo, que los mismos sentimientos de justicia y
legitimidad que existen y son reales, incluyen una dimensión afectiva, que es racional,
mal que pese al pensamiento subjetivista. La fuerza de los sentimientos de injusticia
es proporcional a la rotundidad de las razones que los apoyan. Razones que son
a su vez, por su naturaleza cognitiva, susceptibles de reconocimiento público.
A esto es a lo que podemos llamar, transubjetividad. Los sentimientos están
fundados en razones que se consideran válidas, en el sentido que se supone que
otros sujetos deben de compartir ésos mismos sentimientos en base a las mismas
razones.
La transubjetividad moral es la alternativa acomodable y humana a
la rígida objetividad naturalista, con sólo unas diferencias de matiz. El comunitarismo propone una moral racional
de sentido social en la que hay que respetar las prioridades porque son razonables:
o sea por su naturaleza transubjetiva al alcance de todos.
Todavía un tercer factor nos
lleva a glosar la jerarquía de valores del comunitarismo y es la experiencia de
la globalización. En el mercado global el consumismo individualista ve al otro
como satisfacción del yo: como un bien de consumo. Es en este sentido en el que
la cultura individualista, que es heredera de la concepción liberal, entiende
la globalización como la expansión del mercado y la consideración de todos como
clientes potenciales y actores de intercambio comercial. Pero el debate que
esta consideración plantea es el debate de la identidad, pues si todos somos
mercaderes en un mismo mercado global, ¿cuál es nuestra identidad? El
comunitarismo desarrolla la respuesta a la pregunta contrastando los conceptos de
multiculturalidad y transculturalidad.
La crítica a la globalización mercantil es inherente al
comunitarismo. Si globalizamos el mercado de bienes y capitales pero no
globalizamos la dignidad, nuestra identidad como humanos queda cuarteada. Es en
este sentido en el que el llamado libre comercio del que alardean los liberales
no existe. Cuando comercian entre sí el que esclaviza y el que roba con el que
ni esclaviza ni roba, lo que efectivamente se compra y se vende son la propiedad
robada y la libertad de terceros. De aquí que el debate sobre la globalización tenga
que referirse a la identidad: a quiénes somos los que comerciamos.
La identidad tiene que ver
con la transmisión cultural. Por eso el comunitarismo presenta el mestizaje
como un óptimo social. La identidad colectiva, la que transmite la cultura, es
distinta de la individual, y está confirmada por muchas facetas que nos vienen
dadas. Así, por ejemplo en España un no cristiano puede decir a otro no cristiano:
“nosotros somos culturalmente cristianos” y no estaría diciendo una falsedad.
La identidad cultural cristiana no es lo mismo que la fe
individual o la militancia. A esa identidad no solo pertenecen el arte y la historia sino también
los ritos de iniciación (ciertas ceremonias), las rutinas sociales (el domingo como día no
laborable, o la navidad) e incluso los nombres que llevamos.
La transculturalidad asume
que hay culturas mejores y peores y que, por tanto, hay rasgos culturales
positivos y negativos, y que las culturas nunca están cerradas o completas
y pueden mejorarse o empeorarse. La multiculturalidad, sin embargo, apuesta por
la neutralidad de los rasgos y pretende incorporar como valores incluso los contrarios
del mismo rango. Esto es, sin embargo, imposible desde el punto de vista de la
convivencia social y de las propuestas de la socialización que asume el comunitarismo,
razón por la cual los comunitaristas se manifiestan contra el deseo de algunos
conservacionistas de mantener reliquias culturales como si de una oferta mercantil
se tratase.
La transculturalización
supone la apertura y la inclusión de los diversos rasgos positivos de otras
culturas, así como la elección excluyente entre contrarios (entre poligamia y monogamia,
por ejemplo). La multiculturalidad, por otro lado, renuncia al compromiso valorativo.
Es decir, es una opción relativista. Aunque en ambos casos, puede conseguirse
un mestizaje que se supone óptimo, para unos, los multiculturales, el fin es el
medio: la mezcla para que haya de todo; mientras que para otros, los
transculturales, la mezcla es para mejorar con el enriquecimiento mutuo.
Las sociedades
transculturales que defiende el comunitarismo, siendo mestizas, no tienen por
qué ser identicas. Una sociedad mestiza incorpora rasgos culturales diversos (que
no contrarios) y al hacerlo también los elige desechando unos y aceptando
otros.
Entendemos sin embargo que la multiculturalidad, como vehículo de
la globalización implica también uniformidad lo que a la postre produciría una
pérdida de la pluralidad y por tanto de libertad con una disminución de la
posibilidad de mudarse de una sociedad a otra. Como vemos, el comunitarismo se
distancia claramente del multiculturalismo en la misma medida en que éste se
aproxima al relativismo liberal.
2.- La construcción social
del valor
El comunitarismo se argumenta sobre sus propias afirmaciones. Ello
no obsta que responda también a lo que se percibe como distinto para evitar
confusiones de acomodo. Algunas de estas confusiones son interesadas y muchas
parten de los deseos que algunas escuelas filosóficas muestran para sumar
adeptos en sus viejas disputas con escuelas rivales. Hemos de recordar que el
comunitarismo nace de la sociología y no debe verse como una corriente
filosófica. No obstante, muchos partidarios del neoaristotelismo tratan de
estigmatizar al pensamiento comunitarista como si de un peligro social se tratase
acusándole de defender el relativismo normativo.
Creemos que ello se debe a
la ignorancia, insuperable para algunos filósofos defensores de la llamada
filosofía perenne, de los entresijos de la ciencia sociológica y de los mecanismos
de construcción social del valor.
Es comprensible que alguien pueda pensar que ante los inconvenientes
que se derivarían del abrazo del relativismo, el naturalismo aparezca como una
solución para darnos un juicio de excelencia basado en el redescubrimiento de
la naturaleza humana, de manera que en base ello pudiésemos llegar a operar con
algunos criterios objetivos de mejoramiento. Ahora bien, el redescubrimiento de
Aristóteles por el que aboga esta inquietud, soluciona unos problemas, pero trae también otros. El
comunitarismo está decididamente de acuerdo con el naturalismo en que la salud o la
excelencia social, es susceptible de comparación en ámbitos sociales concretos
y diversos y, por tanto, apoya la idea, como ya hemos afirmado, de la
objetividad moral. Sin embargo, el modo concreto a través del cual los
naturalistas llegan a los absolutos morales, sustrae el proceso discursivo de
la relación social. Así, una vez que encontramos eso que los
neoaristotélicos llaman naturaleza humana, no hay nada más que
hablar.
Algunos modernos atisbaron este problema y por eso se fueron con
Kant. Pero ahí, estamos en las mismas; como argüía Pareto, el argumento
deontológico kantiano traduce el "no debes robar" por el "haz lo
que opina el señor Kant, y como a él no le gusta que robes, no robes".
Aquí como allí nos encontramos con una cierta inseguridad conceptual e
indefensión. Tanto el imperativo categórico kantiano como la naturaleza aristotélica,
me dejan inerme y pasivo. Soy llevado por avatares intelectuales ajenos que han
descubierto por mí y para mí lo que es mejor. La pregunta es: ¿no hay una forma
de escapar de este dirigismo sin abandonar el criterio objetivo de moralidad y
por tanto sin caer en el relativismo?
Para el pensamiento comunitarista la respuesta es que por supuesto
que la hay. Frente al relativismo el comunitarismo afirma el contextualismo.
Los valores se construyen socialmente a través de las relaciones sociales
habidas en el tiempo. Los contextos sociotemporales nos proporcionan las
seguridades y el amparo precisos para escapar del relativismo.
Aquí se hace daño a una
aseveración capital del liberalismo cual es la del reduccionismo individualista. La
historia no la hacen solo los individuos, también la hacen los colectivos
y grupos humanos. El entendimiento de la sociedad como sujeto histórico activo
forma parte de los fundamentos del credo comunitarista. En este sentido se
puede decir que lo opuesto al comunitarismo es el individualismo.
Llegados a este punto podemos
preguntarnos ¿qué es lo que nos hace humanos? ¿qué me da a mí mi identidad
humana? La respuesta que da el comunitarismo se aleja como el ecuador de los
polos de las concepciones biologistas que buscan la identidad humana en la
genética. El genoma humano no está compuesto por secuencias de adn, más bien está formado por
herencias familiares. Lo que a nosotros los humanos nos hace humanos
es nuestra condición familiar: que somos familiares al modo humano.
Estamos aquí dilucidando
sobre el sujeto y tratando de posicionarnos frente al pensamiento dominante que
entiende mayormente al sujeto desde el exclusivismo individualista. La
afirmación comunitarista básica es que los sujetos humanos son al mismo tiempo
individual y grupalmente diversos y que
la distinción humana es fruto tanto de la incomunicabilidad espacial de los
individuos como de su comunicabilidad familiar.
La defensa de la comunidad
que hace el comunitarismo debe entenderse en plural. La familia es solo una de
las muchas comunidades a las que pertenecemos cada uno. Esta misma pluralidad
comunitaria hace imposible la afirmación espacial de ninguna comunidad. De ahí
que la crítica liberal que mete en el mismo carro a comunitaristas y nacionalistas
no tenga sentido. El nacionalismo es la negación de la comunidad en la medida
en que supone borrar del mapa todas las comunidades (entre ellas las más importantes)
menos una (que nunca es la más importante).
Todavía hay otra crítica que el conservadurismo neoaristotélico
suele hacer desacertadamente al comunitarismo y que precisamos traer a colación
ahora: la de que es imposible defender lo que de comunitario tenga lo humano
sin un reconocimiento a perpetuidad de ciertos valores tradicionales. Es decir,
sin reconocer ciertas inmutabilidades.
Aquí de nuevo notamos una deficiente comprensión, de lo que supone
el cambio social que estudia la sociología y que ha tenido manifestaciones de
radical novedad en los avatares científicos y sociales de los últimos
años.
Para el comunitarismo los absolutos morales, a los que ya nos
hemos referido, no son inamovibles a través del tiempo sin perder, con ello, su
condición de absolutos dentro del
tiempo. Ya dijimos que no hacemos un discurso distinto para las verdades
morales del que se hace para las certezas positivas, que también tienen su
razón histórica propia.
Ya no hablamos de naturalezas inmutables, sino simplemente de
objetividad moral, de "absolutos" o prioridades morales que en el
discurso comunitarista no son inmutables, sino provisionales y por tanto
perfectibles.
El comunitarismo es pues una
ideología que apuesta por el cambio y la mudanza frente al esencialismo. Un
acertado entendimiento de la construcción social del valor supone entender a
los humanos como agentes históricos productores de tiempo en el sentido de que
renunciamos a considerar el carácter inmutable (atemporal) de las esencias. Es decir:
de alguna manera nosotros nos autocreamos colectivamente de continuo pues la construcción
social del valor se extiende también a los valores sociales. Esto, que puede parecer
una ventaja que descubre un poder inconsciente, es, de hecho, un riesgo pues este
poder puede también destruir. Ello está de acuerdo con la conciencia creciente acerca
de la capacidad humana para acabar con la historia, no en el sentido en el que hablaba
Fukuyama, sino en el sentido de que somos conscientes de que nuestra capacidad
autodestructora no tiene paliativos y puede efectivamente implementarse.
Naturalmente esto no lo puede entender el lenguaje esencialista
que siempre ha entendido el tiempo como un continuo sin fin. Para el
comunitarismo, por el contrario, la mudanza es más histórica que la permanencia
y entre los sujetos de cambio figuran preminentemente las comunidades humanas
aún cuando ellas mismas, las comunidades, estén sujetas al cambio y puedan por
tanto desaparecer eventualmente.
Creemos que este discurso es ciertamente novedoso, sobre todo si
lo contemplamos desde la óptica de la creación de valor. Las comunidades crean
valor en el sentido que su cantidad (de comunidades) tiene relación con su
calidad (de valores). De ahí que se entienda que el progreso humano pasa por el
reconocimiento apoyo y fomento de cuantas comunidades forme la libertad humana,
cuantas más mejor, y los valores con que esas comunidades nos regalen.
3.- La certificación a posteriori
Como ya hemos apuntado el comunitarismo nace de la sociología y
quizá por mor de esta coyuntura dé importancia primordial a la certificación de
los estados de excelencia mediante su contrastación empírica post hoc o a
posteriori.
Parte de ese esfuerzo por situarse de lleno en el marco de
verificación de la ciencia contable supone entender la felicidad colectiva como
un estado medible sujeto a contraste. Nos alejamos pues de los intentos de
elucubración especulativa sobre los estados de salud colectiva que tan
desgraciada herencia han dejado en la historia de las luchas sociales del siglo
XX.
A día de hoy la ciencia social dispone de indicadores complejos y
varios para comparar y medir las excelencias de esos sujetos colectivos que
llamamos comunidades y que según hemos visto son protagonistas de historia. Al
dar prioridad al rendimiento de felicidad el comunitarismo asume que:
a. la
historia reciente depara mas que suficientes ejemplos para aseverar que el espíritu
comunitario, la cooperación y la ayuda mutua son elementos dinamizadores del
progreso y la felicidad colectivas, y
b. los
indicadores de felicidad, como los indicadores de salud, se miden indirectamente
por defecto, en el bien entendido que asumimos que hay más salud o felicidad
allí donde se encuentra menos enfermedad o disfunción que es lo que en
definitiva examinaremos.
A diferencia de otros credos
sociales de historia convulsiva, el comunitarismo no propone ninguna utopía
positiva. Se trata de un credo purgado de especulación utópica.
Lo que le da, como ha ocurrido también con el liberalismo, unas
dosis de realismo que lo acercan a lo plausible. Nos alejamos por tanto de
cualquier afán moldealista, entendido como el deseo de diseñar la sociedad
porvenir, para centrarnos en apuestas vehiculares que propicien convenios,
consensos, y uniones diversas, sin agostar la imaginación y el espíritu
emprendedor humanos.
Esta carencia de hoja de ruta o de programa político forma parte
también de su misma configuración ideológica. Así el comunitarismo asume en su
propia configuración racional el presupuesto que detecta como eje vertebrador
de la realidad social, esto es: la diacronía.
Se trata del esfuerzo de
coherencia que implica entender la sociedad, no solo como un conjunto de
relaciones entre actores individuales que coinciden en un tiempo, sino como el
marco de sucesión temporal en el que viven actores grupales para los que la
relación básica no es la relación horizontal sincrónica sino la relación
vertical diacrónica a través del tiempo.
La diacronía supone el diálogo intergeneracional y ese diálogo es,
como se podrá suponer, muy poco determinativo y en absoluto programático. Al
dialogar con el futuro, nuestros hijos, por ejemplo, asumimos sus aspiraciones
sin usurpaciones. Quizá una de las mayores lacras del liberalismo ideológico,
por supuesto presente entre los que se denominan socialistas pero son también
culturalmente liberales, ha sido la imposición sobre el futuro por mor de una
defensa sin crítica de la autonomía individual, caso que se exagera en la
selección o en el diseño genético de los humanos por venir.
Por ultimo apuntaremos otra característica señera de la ideología
comunitarista que es la afirmación de la vocación ideológica alternativa que la
hace presentarse como credo asumible mayoritariamente y como línea de
canalización de las propuestas de progreso humano frente a los inconvenientes y
disfunciones que acarrea la continuidad del credo liberal.
El comunitarismo supone que
frente a los sesgos excluyentes del individualismo puede apostarse por la
comunidad, las muchas comunidades a las que simultáneamente pertenecemos los
humanos, y que ello puede hacerse sin utilizar o depender de instrumentos
monopolizadores de comunidad como son los estados.
En este sentido el comunitarismo representa la renovación de la
ideología progresista.La idea de progreso y desarrollo entendida como un
mejoramiento irrenunciable de lo colectivo medido y verificable empíricamente,
y no precisamente en réditos contables, solo está defendida hoy en día por el
comunitarismo. La ideología liberal, tanto en su vertiente política
conservadora como socialista, hace ya tiempo que ha renunciado al progreso. Los
liberales no quieren un mundo mejor porque se han convertido en escépticos
cualitativos y no saben qué es mejorar más allá de garantizar cotas equitativas
para la aspiración acumulativa de bienes materiales. Solo en el comunitarismo
encontramos hoy un discurso coherente sobre la naturaleza del poder y del
mejoramiento humano.
El entendimiento de las
comunidades como grupos primarios no vicarios trabajando desde el marco de los
estados de derecho hacia horizontes insospechados tiene, además, un potencial
creativo notable. El comunitarismo puede hacernos repensar los actuales monopolios
de poder de forma que nos sintamos capaces de transformar nuestro ordenamiento
político. El comunitarismo puede hacernos pensar de nuevo como posibles
logros asuntos y metas que hasta hace poco veíamos imposibles como cuando hablamos
de familias soberanas, de más sociedad y menos estado, o de óptimos mestizos, y
ello sin el halo utópico con el que hasta ahora habíamos tenido que referirnos
a estos conceptos.
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Autor: José Pérez Adán, Universidad de Valencia (Jose.Perez@uv.es)
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