lunes, 11 de junio de 2012

Persona e Individuo



Xosé Manuel Domínguez Prieto2

1. El individuo

La distinción entre individuo y persona (1), tal y como aquí la vamos a describir, fue muy habitual en muchos de los pensadores e intelectuales que vivieron el periodo entre las dos Guerras Mundia­les, sobre todo en los personalistas6. Así, la encontramos en Lacroix, Nédoncelle, Marcel, Buber, Lé­vinas y, sobre todo, en Mounier. Éste, diferencia nítidamente ambas categorías indicando que, mien­tras que el individuo es fruto de un doble movimiento de dispersión en lo exterior y de repliegue en lo interior, la persona responde al doble dinamismo de apertura y donación exterior y de unificación in­terior desde el núcleo de la propia vocación. De este modo, el individuo sería una persona irrealiza­da, una persona malograda o una degradación de la persona, cerrada en los límites de su yo hipertrofiado.

Analicemos ahora, con cierto detalle, qué es lo que caracteriza al individuo.

Llama Mounier individuo “a la dispersión de la persona en la superficie de su vida y a la com­placencia de perderse en ella” (RPC 210). El individuo es dispersión, disolución de la perso­na en la materia, en la acción, en los personajes que representa. Pérdida en lo múltiple e impersonal (2).

Es un hombre anónimo, sin vocación, sin sentido, sin horizonte, sin familia, sin víncu­los personales. Se repliega sobre sí, narcisista. “Un hombre abstracto, sin ataduras ni comuni­dades naturales, dios soberano en el corazón de una libertad sin dirección ni medida, que des­de el primer momento vuelve hacia los otros la desconfianza, el cálculo y la reivindicación” (P, 474).
Es su actitud básica la de poseer, y por tanto, la de reivindicar, acaparar. En las cosas pone su seguridad (3).

Pero, sobre todo, el individuo, separado de todos y todo, se cierra, se repliega sobre sí, opta por la disolución en la soledad (4):

§  Soledad frente a la verdad (se piensa en sí, sin los demás; piensa en sí sin horizonte de sentido).
§  Soledad frente al mundo (perdido en la volubilidad de las propias sensaciones o de la propia razón). Soledad frente a los hombres: “individuo abstracto, buen salvaje y paseante solitario, sin pasado, sin porvenir, sin relaciones” (RPC 191). Vive la libertad-de, pero ni sospecha la libertad-para. Ha perdido el gusto de acoger y el deseo de dar. Solo se afirma a sí. Es ‘soporte sin contenido de una libertad sin orientación” (RPC 195).

A estas coordenadas ofrecidas por Mounier, podríamos añadir en congruencia con ellas, otras varias:

§  Sus actitudes son las de sumisión a los dictados del mercado, asume los ideales neoliberales. Busca seguridades: coche, ahorro, puertas, guardias, sexo. No quiere compromisos. Los demás o le son úti­les (esposa, hijos, amigos) o estorban. No cree en la gratuidad de las relaciones. Incapaz de compro­meterse con nada ni nadie que no de dinero. Quiere mantenerse libre-de pero no para ser libre-para. Al no querer tensiones ni problemas, huye, se anestesia (sobre todo mediante la actividad laboral).
§  Consecuentemente, se siente mal en el tiempo libre porque le enfrenta a sí mismo. Sus creencias se han diluido. Ya no cree en las utopías y religión de cuando era joven.
§  Ahora lo ve como romanticismo ingenuo. No cree firmemente en nada para no tener que comprome­terse con nada de modo gratuito. Respecto de los valores personales es indiferente. No tiene ningu­na cosmovisión de conjunto, es decir, no hace suyo ningún sistema moral, ni político, ni unas ideas religiosas. Identifica tener convicciones con ser un intolerante. Y por eso él mismo es relativis­ta, escéptico y acrítico. Más con una excepción: cree en el economicismo neoliberal de modo cie­go, acrítico y fundamentalista. Cree en la productividad, en la competitividad, en la especulación.
§  Cree en todo lo que se puede comprar. Se auto-concibe como productor-consumidor.
§  Compra y adora los objetos de última moda. Por eso sus valores son su visa, su coche, su móvil, sus viajes, sus fotos, sus fiestas. Él es lo que posee. Pero, en realidad, es poseído por lo que cree poseer.
2. El individualismo

Pero en nuestra sociedad no sólo se ha dado una degradación de la persona en individuo, sino todo un êthos (5) social o carácter moral colectivo que responde a estos mismos parámetros: es el individualismo.

Esta realidad social, tan definitoria de la sociedad neoliberal, economicista y burguesa contemporánea, no es sino el fruto de la promoción social y cultural del individuo en el sentido preciso que lo hemos definido aquí.

Para el individualismo, los otros o son ayuda para la propia realización o son obstáculos. El ‘yo’ exige, ante todo, realizarse (postura recogida por los existencialistas y por Maslow). El infier­no es el otro (decía Sartre) si no coadyuva a este fin. Ya no hay, por tanto, ideales comunes. La per­sona existe, al margen de toda comunidad (aunque viva con otros). Coexiste pero no convive.

El individualismo constituye, por otra parte, el último fruto cultural del liberalismo político uni­do a un sistema de mercado que se ha impuesto como ideología única. El liberalismo, como sabemos, es aquella doctrina política que defiende la igualdad ante la ley y pretende asegurar unas libertades básicas.

Consiste, teóricamente, en la defensa del individuo frente a la sociedad y el Estado. Pero esta de­fensa a ultranza de lo individual acaba siendo un instrumento en manos del fuerte: una defen­sa del individuo fuerte frente al otro, más débil o ajeno, de la propia realización a toda costa y sin compromisos con otros. Es decir, el liberalismo desembocó históricamente en individualismo.

La libertad de opción y la igualdad se convierten en el rechazo de toda necesidad, de toda norma, de toda vocación, adhesión o fidelidad que ate. Al cabo, queda una libertad sin ataduras, un indivi­duo desnudo, rey de un corazón sin finalidad: Tal es, sin embargo, la aspiración titánica del libera­lismo; se ha apegado tan fuertemente a los valores de la liberación pura y simple, sea cual sea su meta, que ha llegado a colocar la negativa por encima de la elección, la indeterminación por encima de la ad­hesión, el capricho por encima de la fidelidad, el acto inmotivado por encima de acto lleno de sentido14.

Consecuentemente, lo que, en última instancia, promueve el individualismo, entendido como sis­tema moral, es la felicidad, pero entendida ahora como bienestar, como un estar sin tensiones6.

¿Cuáles son los efectos del individualismo? La corriente ética llamada comunitaris­mo lleva a cabo una de las críticas más demoledoras al liberalismo atendiendo a sus efectos.

El comunitarismo es una doctrina ética surgida en la década de los 80 del siglo XX en la que se afirma que toda concepción del bien, la virtud, la felicidad y la vida buena, son siempre referentes a una deter­minada comunidad y tradición. Sólo desde la propia tradición y desde la comunidad se hace inteligi­ble la propia identidad moral. La ética comunitaria critica al liberalismo porque promociona una so­ciedad individualista, insolidaria, en la que se produce anomia en la identidad, desarraigo afectivo y un empobrecimiento en las relaciones sociales y comunitarias. La enorme movilidad debida al trabajo, la movilidad afectiva (separaciones y divorcios) o la movilidad política dan lugar a individuos desarraiga­dos, afectivamente inermes. La persona es un ser comunitario, y cuando le falta la comunidad, sucumbe.

En esto coincide con el diagnóstico de otro reciente grupo de pensadores: los de la Escuela de Francfort: Hor­kheimer, Marcuse o Habermas coinciden en que el individualismo, unido al economicismo neocapitalista, han aplastado al propio individuo al que decían servir en principio. ¿Qué es lo que ha postergado y cosificado a la persona?: los dictados del mercado. El individuo, reducido a ser un peón productor y consumidor, una pieza móvil del engranaje productivo, sacrifica todo (familia, tiempo, salud), en aras de este sistema economicista. Al final, su tiempo, su ocio, sus relaciones, sus acciones, se han cosificado, son tasadas como mercancías. Todo, in­cluso él mismo, se mide por su valor de uso. El individuo ha desaparecido convertido él mismo en mercancía (7).

El sistema económico neoliberal ya no sirve a las necesidades del individuo sino que es éste el que sirve dócil y ciegamente al sistema. Si en el siglo XIX se predicó la muerte de Dios, en el XX es la persona quien ha muerto (8).

3. La persona

A diferencia del individuo, la persona, desde la unificación y sentido que propicia el descubrimiento y experiencia de su vocación, es “señorío y elección, es generosidad” (MSP 627), superación y desprendimiento (MSP 631).

Frente a la dispersión del individuo, la persona es dominio de sí, conquista de sí, pero no para vivir para sí. Por eso, el primer deber de la persona no es salvar su persona sino comprometerla (con otros, en la acción, a favor de la vocación propia y de los demás, asegurándoles un mínimo material). La libertad la emplea en adherirse a personas y valores personales: corre el riesgo del amor. Así, la vida de la persona es presencia y compromiso (9).

Pero para serlo, decíamos, necesita estar unificada desde su intimidad por su vocación (10).
Desde su vocación, desde su particular llamada a ser persona, la persona se unifica y se hace fe­cunda. Pero es tarea primordial de la persona la búsqueda y ejecución de esta vocación (11).

La familia, al igual que el Estado, el Derecho o la economía deben estar al servicio de la protección y pro­moción de la vocación de la persona. Pero no pueden substituirla: “sólo la persona encuentra su vocación y hace su destino. Ninguna otra persona, ni hombre ni colectividad, puede usurpar esta carga”(MSP 630).

La persona realiza esa vocación dándose, comunicándose a otros, sin caer en la tentación del repliegue. Y, por la comunicación, se abre a la comunidad. Así entendida, la persona genera comunidad, pues “no se encuentra sino dándose” (MSP 636), mediante un doble dinamismo de acogida y donación. En ello radica su riqueza, pues “solamente nos encontramos al perdernos; sólo se posee lo que se ama (...) Sólo se po­see lo que se da” (RPC 194). Realizando su vocación, acogiendo y donándose, la persona se hace creativa.

Así las cosas, podemos intentar describir, que no definir, la persona como aquella realidad valiosa por sí mis­ma (digna), espiritual y de carácter psicosomático (esto es, con interioridad y exterioridad), sexuada, abierta al cosmos, a las demás personas (en su dimensión individual, social e histórica) y a la trascendencia, que cons­tituye una tarea para sí misma. Esta autorrealización la lleva a cabo mediante proyectos que elabora desde un sentido que descubre para su vida, a partir de las posibilidades que se le ofrecen, apoyado e impelido por las cosas, las demás personas y la trascendencia. En este sentido, la persona es realidad dialógica y relacional de modo que para realizarse y llegar a la plenitud lleva una vida personal y comunitaria. Esta vida comunitaria se realiza mediante los encuentros interpersonales, los cuales son posibles porque la persona es el único ser que es capaz de salir de sí, ponerse en el punto de vista del otro, tomarlo sobre sí, donarse a él y permanecerle fiel.

Pero si la persona es esto, ¿cómo podemos recuperar a la persona de su individualismo?
Así las cosas, parece patente que se nos invita a una gran tarea: recuperar a la persona del individuo en que ha de­generado, desarrollando así una cultura personalista y comunitaria. Señala Mounier que “la persona no crece sino purificándose incesantemente del individuo que hay en ella. No se logra a fuerza de atención sobre sí, sino por el contrario, tornándose disponible” (12) ¿Y como se hace esto? Mounier también aporta unas líneas claras de acción:

Se recupera a la persona purificándola de lo individual, lo que comienza con la toma de conciencia de que estamos perdidos en el exterior, expulsados de nosotros mismos, prisioneros de nuestros apetitos, relaciones, del mundo que lo distrae. Vida inmediata, sin memoria, sin proyecto, sin dominio, es la definición misma de la exterioridad (P, 485).

Romper con el exterior, retirarse, hacer silencio. Esta actitud permite romper con las distracciones exte­riores y recuperar las voces interiores, que son las que permiten a la persona volver a tomar conciencia de su vocación. Lo que se busca, con este silencio y este retiro, es recuperar el secreto interior, la cifra de la propia persona. Se trata de recuperar las fuentes interiores como lugar fontanal del sentido de la persona.

Tras esto, esta recuperación supone una conversión, un cambio en el corazón en el que se dejan los valo­res no arraigados en la persona, y se opta por los que hacen crecer a la persona. Esta conversión tie­ne una dirección bien precisa: de lo exterior a lo interior y de lo interior a lo trascendente y comunitario.

Esta conversión permite recuperar a la persona. Y esto significa que se recupera su vocación en tanto que llamada que permite unificar a la persona y llevarla más allá de sí misma, indicándole su lugar en la comunión universal.
Plegarse para recuperarse y desplegarse.

El repliegue en el interior no supone huida ni reposo sino tensión, experiencia de desposesión y desvalimiento, de riesgo y fragilidad. Se trata de recuperarse a sí en un doble movimiento de negación de sí y afirmación del otro, de concentrarse para desplegarse, empobrecerse para enriquecerse. Persona es, por tanto, la que corre el riesgo del amor, la que es capaz de donación y acogida. La persona sólo se encuentra dándose. Sólo se recupera perdiéndose.

Recuperar a la persona es recuperar, también, su dimensión comunitaria: la persona sólo se encuentra a sí en la comunidad. Por eso debe purificarse del individuo para vivir inserto (no disuelto) en la comunidad, viendo sus problemas desde ella. ¿Qué exige esto?: la apertura de la persona a los otros y al Otro. Sólo desde la apertura a lo comunitario la persona es capaz de dar-de-sí. Desde una experiencia elemental e inmediata, lo que constatamos es que la esencia de la persona es dinámica y que el dinamismo más íntimo de la persona es el de crecer hacia su plenitud, dar-de-sí, aspiración a existir en plenitud o voluntad de ser (13). Y esto ocurre en la medida en que va actualizando sus potencialidades de crecimiento y creatividad, se abre a la realidad, descubre un sentido, pone en orden todas sus dimensiones y se cura de todo lo que bloquea esta aspiración. Ahora bien: todo esto sólo ocurre en el encuentro con los otros y con el Otro en tanto que son impulsantes, posibilitantes y soporte biográfico. En este sentido, la posibilidad radical es la de ofrecer un sentido para vivir. Y en esto consiste la segunda constatación: el viaje hacia la plenitud siempre se hace mediante la apertura a la trascendencia y a la fraternidad. Desde lo íntimo se descubre la necesidad de la relación con los otros como esencial. Sólo en el Encuentro fecundo con el otro y con el Otro, es posible la plenitud personal. Sólo en la donación al otro y al Otro es posible la plenitud personal.

SIGLAS de las obras de Mounier citadas
MSP: Manifiesto al servicio del personalismo. Sígueme, Salamanca 1992, tomo I de las OBRAS COMPLETAS pp579-756
RPC: Revolución personalista y comunitaria. Sígueme, Salamanca 1992, tomo I de las OO.CC, pp159-500
P: El personalismo. Sígueme, Salamanca 1990, tomo III de las OBRAS COMPLETAS pp449-550
PCPH: De la propiedad capitalista a la propiedad humana . Sígueme, Salamanca 1992, tomo I de las OBRAS COMPLETAS pp 501-578
NOTAS
1. Designamos con el término ‘personalismo’ aquellas corrientes filosóficas que afirman la primacía de la persona sobre cualquier otra realidad, y la toman como eje de sus reflexiones. No es tanto un sistema como una perspectiva desde la que se abordan los problemas. Pero una perspectiva filosófica, en la que se atiende a la teoría y a la praxis, y en la que la persona es tomada en su singularidad y en su dimensión comunitaria, como seres libres y creadores. En concreto, nos referimos al pensamiento de un conjunto de filósofos del s. XX entre los que destaca primero Emmanuel Mounier y el grupo formado en torno a la revista Esprit y al que se pueden adscribir otros pensadores como Marcel, Scheler, Buber, Ebner, Landsberg, Nedoncelle, Weil, Levinás, Ricoeur, Lacroix y, en España, Carlos Díaz, todos los pensadores vinculados al Instituto Emmanuel Mounier y, de un modo lato, José Luis L. Aranguren, Laín Entralgo y Julián Marías.
2. Ejemplos de formas de dispersión: hacer del fútbol, la televisión, el inter­net, las modas, la continua diversión mojada en alcohol, el argumento vital o, al me­nos, del tiempo libre, que es el tiempo en que la persona dispone más plenamente de sí.
3. Cfr. MSP 627
4. Cfr. RPC 191
5. El vocablo ‘ética’¸ procede del término griego ‘êthos’ que significa ‘modo de ser’ o ‘carácter’. Ya des­de Aristóteles la ética es concebida como una reflexión sobre la construcción del carácter moral. El lector interesado puede profundizar en esta sugerente concepción de la ética en alguno de los siguientes textos:
ARANGUREN, José Luís L.: Ética. Revista de Occidente, Madrid 1976 (6ª edición). Primera parte, capítulo 2; segunda parte, capítulos 1, 2 y 23.
ZUBIRI, Xavier: Sobre el hombre. Capítulo VII: ‘El hombre, realidad moral’. Alianza Editorial, Madrid 1986.
ORTINA, Adela y MARTÍNEZ, Emilio: Ética. Akal, Madrid 1996. Capítulo I: Él ámbi­to de la filosofía práctica.
6. Pero como mostró V.Frank en El hombre en busca de sentido, justo la persona crece gracias a sus tensiones y, si estas desaparecen, se desmorona: Considero un concepto falso y peligroso para la higiene mental dar por supuesto que lo que el hombre necesita ante todo es equilibrio o, como se denomina en bio­logía ‘homeostasis’; es decir, un estado sin tensiones. Lo que el hombre realmente necesita no es vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por una meta que le merezca la pena. Lo que precisa no es eliminar la tensión a toda costa, sino sentir la llamada de un sentido potencial que está esperando a que él lo cumpla” (FRANKL, Viktor E.: El hombre en busca de sentido. Herder, Barcelona 1991, 12ª edición. pp. 104-105).
Pero, como ya hemos señalado en el presente trabajo, si la persona se desmorona, se desmoraliza por falta de horizonte y compromiso, nunca puede ser solución enfriar o disfrazar el sentimiento de culpa o el malestar. Las terapias somáticas y psicoanalíticas curan síntomas pero no a la persona. En realidad, como enseña la lo­goterapia, y el sentido común, la persona sólo se (re)construye desde un horizonte de sentido, desde un sistema de valores y nunca anestesiando sus culpas o adormeciendola con Tranquimacín, tila alpina,Valium o Prozac.
7. A esta reducción mercantilizante, recogiendo el término del marxista Lukács, se le denomina reificación.
8. Incluso hay filosofías, como el estructuralismo, que afirman explicitamente la desaparición del sujeto huma­no, la muerte del hombre. En fin: ‘Dios ha muerto. El hombre ha muerto y yo mismo no me encuentro ya nada bien’.
9. Cfr. MSP 628
10. Cfr RPC 212: Para Mounier la persona presenta tres dimensiones: encarnación, vocación y comunica­ción.
11. Cfr. MSP 630
13. El dinamismo básico de la persona es la aspiración a existir en plenitud en cierto modo semejante a la aspiración de perfección de toda substancia en Aristóteles, al deseo de ser en sí y para sí de Sartre, o la tensión hacia el Bien de Platón. 

Sobre el Autor:  Xosé Manuel DOMÍNGUEZ PRIETO es Doctor en Filosofía y miembro del Instituto Emmanuel Mounier.

No hay comentarios:

Publicar un comentario