Desde principios de los años
80 se ha extendido el uso del término comunitarismo entre los estudiosos de
Ética y de Filosofía Política, especialmente en el ámbito lingüístico
anglosajón. Ciertos pensadores de la moral y de la política como A. Maclntyre,
C. Taylor, M. Sandel, M. Walzer o B. Barber son a menudo calificados como
comunitaristas por parte de otros estudiosos, sin que ellos mismos hayan
aceptado explícitamente una calificación semejante. Son autores muy distintos
en muchos aspectos, pero se puede encontrar en ellos cierto aire de familia, en
cuanto que todos ellos han elaborado críticas al individualismo contemporáneo y
han insistido en el valor de los vínculos comunitarios como fuente de la
identidad personal. Estamos, por consiguiente, ante una denominación genérica
que abarca en su seno a autores muy heterogéneos, tanto en lo que se refiere a
las fuentes de inspiración -en unos casos es Aristóteles, en otros es Hegel-,
como en lo referente a las propuestas políticas de transformación de la
sociedad -unos son conservadores, otros reformistas, otros radicales, etc
Al
margen de la controversia académica que ha enfrentado a los comunitaristas con
otros autores a los que generalmente se considera liberales, también ha
aparecido en los años 90 un movimiento más estrictamente político con el nombre
de comunitarismo: un movimiento liderado por el sociólogo norteamericano Amitai
Etzioni, autor del libro The Spirit of Community. Dicha obra contiene un
manifiesto comunitarista que ha tenido cierto eco en los medios de
comunicación y en algunos partidos políticos; pero no está claro qué tipo de
relación se puede establecer entre las propuestas de dicho manifiesto y las
tesis filosóficas que defienden los autores considerados comunitaristas en el
ámbito académico. En cualquier caso, nos limitaremos aquí a estos últimos.
En
principio, el comunitarismo contemporáneo constituye una réplica al
“liberalismo”, o al menos a ciertas variantes del mismo, que producen efectos
considerados como indeseables: individualismo insolidario, desarraigo
afectivo, devaluación de los lazos interpersonales, pérdida de identidad
cultural, etc. En este sentido, la denominación “personalismo comunitario, que
a menudo se utiliza para referirse a la posición filosófica de E. Mounier y de
otros autores, constituye un serio intento de superar tales implicaciones del
liberalismo sin caer en el extremo contrario de carácter colectivista. Sin
embargo, el calificativo de comunitario que aparece en tal denominación -y su
concepción de la -comunidad- no autoriza a situar a los personalistas en las
filas del comunitarismo, a menos que este se entienda en un sentido muy amplio,
que abarcaría cualquier intento de corrección de las implicaciones o
desviaciones individualistas del liberalismo. Aquí, en cambio, como ya hemos
anunciado, nos referiremos sobre todo al comunitarismo más reciente, académico
y anglosajón.
Allen
Buchanan ha resumido las críticas comunitaristas al pensamiento liberal en
cinco puntos:
1)
Los liberales devalúan, descuidan, y socavan los compromisos con la propia
comunidad, siendo así que la comunidad es un ingrediente irremplazable en la
vida buena de los seres humanos.
2)
El liberalismo minusvalora la vida política, puesto que contempla la asociación
política como un bien puramente instrumental, y por ello ignora la importancia
fundamental de la participación plena en la comunidad política para la vida
buena de las personas.
3)
El pensamiento liberal no da cuenta de la importancia de ciertas obligaciones y
compromisos -aquellos que no son elegidos o contraídos explícitamente por un
contrato o por una promesa- tales como las obligaciones familiares y las de
apoyo a la propia comunidad o país.
4)
El liberalismo presupone una concepción defectuosa de la persona, porque no es
capaz de reconocer que el sujeto humano que está instalado en los compromisos y
en los valores comunitarios, que le constituyen parcialmente a él mismo, y que
no son objeto de elección alguna.
5)
La filosofía política liberal exalta erróneamente la virtud de la -justicia
como la primera virtud de las instituciones sociales y no se da cuenta de que,
en el mejor de los casos, la justicia es una virtud reparadora, sólo necesaria
en circunstancias en las que ha hecho quiebra la -virtud más elevada de la
comunidad.
Estas críticas que los comunitaristas han venido
haciendo a las teorías liberales han sido atendidas en gran medida por los más
relevantes teóricos del liberalismo de los últimos años, como J. Rawls, R.
Dworkin, R. Rorty y J. Raz, entre otros. De hecho, la evolución interna del
pensamiento de algunos de ellos -particularmente del de Rawls, a quien se
considera generalmente como el paradigma del nuevo liberalismo político- se
puede interpretar como un intento de asumir las críticas comunitaristas
rectificando algunos puntos de sus propuestas anteriores. No obstante, como han
señalado Mulhall y Swift, un análisis detallado de los textos comunitaristas
muestra que la mayor parte de las ideas que se rechazan en ellos también serían
rechazadas por la mayor parte de los liberales.
Michael
Walzer considera que los argumentos críticos que esgrimen los autores
considerados comunitaristas -y a él mismo se le clasifica a menudo como tal-,
frente al liberalismo contemporáneo, son, en realidad, argumentos recurrentes,
que no dejan de ponerse de moda periódicamente (bajo una u otra denominación)
para expresar el descontento que aparece en las sociedades liberales, cuando se
alcanza en ellas cierto grado de desarraigo de las personas respecto a las
comunidades familiares y locales. El comunitarismo no sería otra cosa que un
rasgo intermitente del propio liberalismo, una señal de alarma que se dispara
de tarde en tarde para corregir ciertas consecuencias indeseables que aparecen
inevitablemente en la larga marcha de la humanidad en pos de un mundo menos
alienante. Los comunitaristas -continúa Walzer- tienen parte de razón cuando
exponen los dos principales argumentos que poseen en contra del liberalismo. El
primero defiende que la teoría política liberal representa exactamente la
práctica social liberal, es decir, consagra en teoría un modelo asocial de
sociedad, una sociedad en la que viven individuos radicalmente aislados,
egoístas racionales, hombres y mujeres protegidos y divididos por sus derechos
inalienables, que buscan asegurar su propio egoísmo. En esta línea, las
críticas del joven Marx a la ideología burguesa son una temprana aparición de
las críticas comunitaristas. Este argumento es repetido con diversas variantes
por todos los comunitarismos contemporáneos. El segundo argumento,
paradójicamente, mantiene que la teoría liberal desfigura la vida real. El
mundo no es ni puede ser como los liberales dicen que es: hombres y mujeres
desligados de todo tipo de lazos sociales, literalmente sin compromisos, cada
cual él solo y único inventor de su propia vida, sin criterios ni patrones
comunes para guiar la invención. No hay tales figuras míticas: cada uno nace de
unos padres; y luego tiene amigos, parientes, vecinos, compañeros de trabajo,
correligionarios y conciudadanos; todos esos vínculos, de hecho, más bien no se
eligen, sino que se transmiten y se heredan; en consecuencia, los individuos
reales son seres comunitarios, que nada tienen que ver con la imagen que el
liberalismo nos transmite de ellos.
Ambos
argumentos son mutuamente inconsistentes, pero -a juicio de Walzer-, cada uno
de ellos es parcialmente correcto. El primero es verdad, en buena medida, en
sociedades como las occidentales, en donde los individuos están continuamente
separándose unos de otros, moviéndose en una o en varias de las cuatro
movilidades siguientes:
1)
La movilidad geográfica (nos mudamos con tanta frecuencia que la comunidad de
lugar se hace más difícil, el desarraigo más fácil).
2)
La movilidad social (por ejemplo, la mayoría de los hijos no están en la misma
situación social que tuvieron los padres, con todo lo que ello implica de
pérdida de costumbres, normas y modos de vida).
3)
Movilidad matrimonial (altísimas tasas de separaciones, divorcios y nuevas
nupcias, con sus consecuencias de deterioro de la comunidad familiar).
4)
Movilidad política (continuos cambios en el seguimiento a líderes, a partidos y
a ideologías políticas, con el consiguiente riesgo de inestabilidad
institucional). Además, los efectos atomizadores de esas cuatro movilidades
serían potenciados por otros factores, como el avance de los conocimientos y el
desarrollo tecnológico.
El
liberalismo, visto de la forma más simple, sería el respaldo teórico y la
justificación de todo ese continuo movimiento. En la visión liberal, las
cuatro movilidades representan la consagración de la libertad y la búsqueda de
la felicidad (privada o personal). Concebido de este modo, el liberalismo es
un credo genuinamente popular. Cualquier esfuerzo por cortar la movilidad en
las cuatro áreas descritas requeriría una represión masiva y severa por parte
del poder estatal.
Sin
embargo, esta popularidad tiene otra cara de maldad y descontento, que se
expresa de modo articulado periódicamente; y el comunitarismo es, visto del
modo más simple, esa intermitente articulación de los sentimientos de protesta
que se generan al cobrar conciencia del desarraigo. Refleja un sentimiento de
pérdida de los vínculos comunales, y esa pérdida es real. Las personas no
siempre dejan su vecindario o su pueblo natal de un modo voluntario y feliz.
Moverse puede ser una aventura personal en nuestras mitologías culturales al
uso, pero a menudo es un trauma en la vida real. El segundo argumento (en su
versión más simple: que todos nosotros somos realmente, en última instancia,
criaturas de comunidad) le parece a Walzer verdadero, pero de incierta
significación. Los vínculos de lugar, de clase social o de status, de familia,
e incluso las simpatías políticas, sobreviven en cierta medida a las cuatro
movilidades. Además, parece claro que esas movilidades no nos apartan tanto a
unos de otros como para que ya no podamos hablarnos y entendernos.
Con
frecuencia estamos en desacuerdo, pero discrepamos de maneras mutuamente
comprensibles. Estamos, es cierto, situados en una tradición, pero la crítica
comunitarista tiende a olvidar que se trata de una tradición liberal, que
utiliza un vocabulario de derechos individuales -asociación voluntaria,
pluralismo, tolerancia, separación, privacidad, libertad de expresión,
oportunidades abiertas a los talentos, etc.- que ya consideramos ineludible.
¿Hasta qué punto, entonces, tiene sentido argumentar que el liberalismo nos
impide contraer o mantener los vínculos que nos mantienen unidos? La respuesta
de Walzer es que sí tiene sentido, porque el liberalismo es una
doctrina-extraña, que parece socavarse a sí misma continuamente, que desprecia
sus propias tradiciones, y que produce en cada generación renovadas esperanzas
de una libertad absoluta, tanto en la sociedad como en la historia. Gran parte
de la teoría política liberal, desde Locke hasta Rawls, es un esfuerzo para
fijar y estabilizar la doctrina y, así, poner fin a la interminabilidad de la
liberación liberal.
Existe
cierto ideal liberal de un sujeto eternamente transgresor, y en la medida en
que triunfa ese ideal, lo comunitario retrocede. Porque, si el comunitarismo es
la antítesis de algo, es la antítesis de la transgresión. Y el yo transgresor
es antitético incluso de la comunidad liberal que ha creado y patrocina. El
liberalismo es una doctrina autosubversiva; por esa razón requiere de veras la
periódica corrección comunitarista. Para Walzer, la corrección comunitarista
del liberalismo no puede hacer otra cosa -dado su escaso carácter de
alternativa global a los valores liberales- que un reforzamiento selectivo de
esos mismos valores: dado que ninguna comunidad preliberal o antiliberal posee
el atractivo suficiente como para aspirar a sustituir a ese mundo de individuos
portadores de derechos, que se asocian voluntariamente, que se expresan
libremente, etc., sería buena cosa que el correctivo comunitarista enseñara a
esos individuos a verse a sí mismos como seres sociales, como productos
históricos de los valores liberales y como constituidos en parte por esos
mismos valores.
La
polémica entre comunitaristas y liberales muestra la necesidad de alejarse de
ciertos extremismos si se desea hacer justicia a la realidad de las personas y
a los proyectos de liberación que estas mantienen. Un extremo rechazable
estaría constituido por ciertas versiones del liberalismo que presentan una
visión de la ‘persona como un ser concebible al margen de todo tipo de
‘compromisos con la comunidad que le rodea, como si fuese posible conformar
una identidad personal sin la ‘solidaridad continuada de quienes nos rodean
desde la más tierna infancia, proporcionándonos todo el bagaje material y
cultural que se necesita para alcanzar una vida humana que merezca ese nombre.
El
otro extremo, igualmente detestable, lo constituyen dos tipos de colectivismo.
Por una parte, aquellas posiciones etnocéntricas que confunden el hecho de que
toda persona crezca en una determinada comunidad concreta (familia, etnia, nación,
clase social, etc.) con el imperativo de servir incondicionalmente los
intereses de tal comunidad, so pena de perder todo tipo de identidad personal.
Por otra parte, aquellas otras posiciones colectivistas que consagran una
determinada visión excluyente del mundo social y político como única
alternativa al denostado individualismo burgués. Tanto unos como otros
simplifican excesivamente las cosas, ignorando aspectos fundamentales de la
vida humana. Porque, si bien es cierto, por un lado, que contraemos una deuda
de gratitud con las comunidades en las que nacemos, también es cierto que esa
deuda no puede hipotecarnos hasta el punto de no poder elegir racionalmente
otros modos de identificación personal que podamos llegar a considerar más
adecuados. Y aunque también es cierto -por otro lado- que el concepto liberal
de persona puede, en algunos casos, dar lugar a cierto tipo de individualismo
insolidario, no parece que un colectivismo totalitario sea mejor remedio que
esa enfermedad.
En síntesis, podemos decir que el
comunitarismo contemporáneo nos ayuda, en general, a reflexionar sobre los
riesgos que lleva consigo la aceptación acrítica de la visión liberal de la
vida humana, pero que no pretende una total impugnación de la misma, salvo en
aquellos autores cuya propuesta alternativa cae en el extremo opuesto de
propugnar una aceptación acrítica de las propias comunidades en las que se
nace.
Tomado del Prof. Emilio Martínez
Navarro ( 2004)
Referencias sobre el autor:
Emilio Martínez Navarro (Cartagena, España, 1958)
emimarti@um.es
Emilio Martínez Navarro es Profesor Titular de Filosofía
Moral en la Universidad de Murcia, donde imparte actualmente las materias:
Éticas Aplicadas y Filosofía Política Contemporánea (en la titulación de Grado
en Filosofía), Bioética y profesionalidad (en el Máster Universitario en
Bioderecho: Derecho, Ética y Ciencia), Fundamentos antropológicos, históricos y
éticos de la democracia (en el Máster Universitario en Filosofía Contemporánea
y sus presupuestos históricos), y Ética del desarrollo (en el Máster
Universitario en Desarrollo Humano Sostenible e Intervención Social ). Es
Vicedecano de Calidad y Posgrado. Forma parte del Grupo interuniversitario de
investigación sobre Éticas Aplicadas y Democracia. Desde marzo de 2011 es
Secretario de Daímon. Revista Internacional de Filosofía.
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