miércoles, 6 de junio de 2012

Definiendo al Comunitarismo


 Para abordar el tema de Comunitarismo, es necesario establecer en forma previa algunos conceptos, como por ejemplo el de comunidad.

En ese sentido Comunidad, es aquel grupo de personas que llevan una vida en común asentadas so­bre relaciones recíprocas. Las comunidades contrastan con las asociaciones organizadas para determi­nados propósitos de acuerdo con reglas obligatorias. Existe de hecho, hay una controversia sobre si la vida social es fundamentalmente comunitaria o, como Hobbes pensaba, el producto de una asociación para mantener el orden. Dicho de manera más general, los comunitaristas ven a los individuos como enti­dades insertas en comunidades, más que como átomos independientes que componen tales comunidades.

Pero, ¿qué entendemos por comunidad? ¿Y qué diferencia hay entre la comunidad y otro concepto como el de sociedad? La cuestión nos introduce en una de las querellas clásicas de la sociología y la fi­losofía social, y concretamente en la distinción formulada por el alemán Ferdinand Tönnies desde 1887.

Lo que se ventila es muy importante: nada menos que la forma en que los hombres están juntos, la fi­losofía de la convivencia. Así, Comunidad significaría una voluntad común basada en esencias, en rasgos permanentes: la cultura, la lengua, un destino histórico compartido, etc.; eso supone que la comunidad no es voluntaria, porque uno nace en ella, pero el sujeto la abraza porque, fuera de ella, su existencia no tendría sentido. El término Sociedad, por el contrario, sería la voluntad individual basada en rasgos me­ramente racionales: el interés, el provecho; en esta perspectiva, la vida en común es un mero accidente en el camino de la humanidad, una imposición obligada para hacer frente a determinados peligros (un ti­rano, una naturaleza hostil), pero que no determina vínculos esenciales; por tanto, el lazo puede romper­se desde el momento en que el individuo decide que no le interesa, y en esto reside la libertad del sujeto.

Ambas formas de vida en común se han sucedido una a otra en la historia: al mundo antiguo le corres­ponde la existencia comunitaria, mientras que el mundo moderno se caracteriza por la existencia societaria. En el mundo antiguo, el protagonista de la vida social no era el sujeto, sino el conjunto de los hombres; pero no sólo de los hombres vivos, sino también los antepasados, los héroes, la memoria común y las narraciones que forjaban la identidad colectiva. Así que la comunidad antigua es una totalidad, y por eso el antropólogo francés Louis Dumont ha llamado holismo (del griego holon, “todo”) a esta forma de concebir la convi­vencia. La sociedad moderna, por el contrario, no se define en términos de totalidad, sino en términos de individualidad. 

Para los modernos, todos los vínculos que atan al individuo (el clan, la religión común, las relaciones de jerarquía, la pertenencia étnica) son obstáculos que impiden el libre despliegue de la autonomía del sujeto. De ahí se deduce una sociedad cuyo único eje es la voluntad individual, y ése ha sido el modelo del liberalismo. Pues bien: los comunitarios acusan a la sociedad moderna, individualista y liberal, de haber conducido a una situación de profundo malestar y, en último análisis, a un sistema inhumano de convivencia.

Mientras que, el Comunitarismo es la Tesis según la cual la “comunidad y no el individuo, el estado, la nación o cualquiera otra entidad, es y debería ser el centro de nuestros análisis y de nuestro sistema de valores.

Aunque es una influyente corriente en filosofía política, no ha sido sistematizada –como lo ha sido el liberalismo, por Rawls, por ejemplo, como el “utilitarismo o el marxismo han ela­borado una gran teoría-, no obstante, algunos de sus temas clave son inconfundibles.

En primer lugar, los comunitaristas subrayan la naturaleza social de la vida, de la identi­dad, de las relaciones y de las instituciones. Hacen hincapié en la condición social y contextuali­zada de la persona individual, en contraste con ciertos temas centrales del pensamiento liberal contemporáneo que se centran en el individuo abstracto y descontextualizado de todo entramado social.

Los comunitaristas tienden a enfatizar el valor de la comunidad como generadora de valo­res, en contraste con el liberalismo, que subraya los derechos del individuo y concibe a éste como el verdadero creador y portador del valor. El papel central de la persona individual, real e histó­rica en la teoría comunitarista, guarda una gran distancia con la propuesta por la teoría marxis­ta y con aquellas variedades del socialismo de estado en las que el poder está altamente centralizado.

Los comunitaristas pueden ser entendidos como defensores de la idea de que la vida humana se­ría mejor si lo valores comunitaristas, colectivos y públicos guiaran y construyeran nuestras vidas.

Asimismo la concepción comunitaria al individuo contextualizado ( en un entrama­do social) es un modelo más correcto y exacto, una mejor concepción de la realidad, que, digamos, la del individualismo liberal o atomismo, o la del marxismo estructuralista.

Los comunitaristas arguyen que, dado el estado del mundo, ciertos valores y ordenamientos sociales, po­líticos y normativos, son inviables. Por ejemplo, una sociedad que admite estar constituida a base de indivi­duos atomizados, autónomos y discretos, y que hace de esta autonomía su más sagrado valor, simplemente no podrá funcionar. Similarmente, una imposición de valores de arriba abajo (como es el estalinismo), o el intento de subordinar completamente el individuo al estado (como en el moderno fascismo), han de pro­vocar el desmoronamiento de una tal sociedad (aparte de ser algo moralmente inaceptable e indefendible).

Otra importante distinción dentro del comunitarismo es la que entre el “constructivismo social y el comu­nitarismo de valores.

El constructivismo social se refiere a dos cosas. En primer lugar, al compromiso con valores colectivos: por ejemplo, reciprocidad, confianza, solidaridad. Estos valores no pueden ser disfrutados por el individuo como tal, el placer de cada persona depende del placer de los otros. En segundo lugar, el compromiso con los bienes públicos: comodidades y prácticas introducidas para ayudar a los miembros de la comunidad a desarrollar sus vidas en común y, por tanto, personas. Los teóricos sugieren que este interés por tales valores colectivos engendrará una práctica política que cristalizará en un amplio abanico de bienes públicos. Que el constructivismo social y el comunitarismo de valores impliquen el uno al otro es un asunto sujeto de discusión.

El comunitarismo ha sido criticado frecuentemente por las implicaciones sociales y políticas “conser­vadores” que arrastra consigo: porque teóricos como Mackintayre defienden la integridad y el valor de las tradiciones y prácticas establecidas.

Las sociedades liberales se ven acusadas de producir necesariamente la pérdida del sentido de la vida, el nar­cisismo del sujeto y el hiperdesarrollo enfermizo de la razón instrumental (la técnica, el consumo, etc.) en detri­mento de la vida real. ¿Por qué? Porque las sociedades liberales encierran al individuo en una forma de vida donde sólo tiene cabida la búsqueda de su bienestar material (su interés), cuando, en realidad, lo único que puede dar sentido a la vida del sujeto son los valores compartidos y vividos, y eso es precisamente lo que niega el liberalismo.

El hombre, para vivir su humanidad, necesita estar inscrito en un contexto social. Pero el liberalismo “descontextualiza” al individuo, porque sitúa su identidad en una libertad desarraigada de toda pertenen­cia colectiva (esto es, de todo vínculo social), con la mirada puesta en una hipotética autonomía de la vo­luntad subjetiva. ¿Qué se consigue? ¿Acaso un ser libre e independiente de todo lazo, feliz en su existen­cia individual? No. El hombre no puede vivir fuera de un contexto social determinado. Pero al negarse a reconocer esta evidencia, lo único que consigue el liberalismo es incluir al individuo en un nuevo con­texto desencarnado, artificial y sin raíces: el mercado, donde cada cual ha de lograr su prosperidad. Nue­vo problema: ¿Y qué ocurre con quienes no la logran, qué ocurre con quienes no alcanzan el grado óp­timo de eficacia en el mercado? ¿Quedan fuera de la sociedad? En cierto modo, así está ocurriendo.

La crítica de la sociedad moderna es común en muy diferentes sectores de opinión. Sin embargo, más difí­cil resulta proponer un modelo social alternativo que pueda gozar de un cierto consenso. La propia ideología liberal ha definido sus virtudes (ex negativo), como mal menor, al obligarnos a elegir entre dos extremos: o el individuo o el Estado; es decir: o un sujeto libre y abstracto, con todos sus inconvenientes, o un monstruo burocrático que digiere la subjetividad en nombre del bienestar. Pero los comunitarios no se dejan encerrar en esa disyuntiva y proponen una instancia media: la sociedad civil. En efecto, más allá de su aparente opo­sición, el Estado-dinosaurio de nuestros días no sería, en el fondo, sino una consecuencia del individualismo liberal: la sociedad moderna arroja al sujeto en una bañera llena de pirañas, pero luego tiene que recoger los pedazos y tratar de que el individuo sobreviva a tan dura experiencia. Dicho de otra manera: en una sociedad menos individualista y menos economicista, no sería tan necesario el gigantesco aparato estatal.

      De modo que ni individuo, ni Estado: sociedad civil, o sea, comunidad. Esa es la posición de los co­munitaristas, que pretenden la desaparición de las burocracias estatales y de los mercados globa­les en beneficio de un resurgimiento de las comunidades reales, directas, las que construyen co­tidianamente los ciudadanos. Lo relacional (la relación entre unos sujetos y otros) prima sobre lo racional (la razón utilitaria e individual de un sujeto). El bien común prima sobre los intereses particulares; lo que es bueno para la totalidad debe pesar más que lo que es bueno para una individualidad.

1.      Tomado de “Ser Comunitarista no es pecado, www.elmanifiesto.com”

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